José Manuel Monterroso
Académico

Beban agua de paz a mi salud, amigos,
mientras la verde alfombra me llena
de mansedumbre
y me tiro sobre la hierba
a respirar de la celeste bóveda
un minuto sin tiempo tormentoso.
(Isabel de los Ángeles Ruano)

Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto
y un hilo.
Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontraremos y lo perderemos
en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en
las palabras que se llaman filosofía…
(Jorge Luis Borges)

Para la cultura occidental, en la que estamos inmersos, uno de los referentes simbólicos más fuertes es la mitología griega. En ella encontramos muchas imágenes y metáforas que nos llevan a reflexionar sobre la existencia humana y sus dimensiones, tales como la vida, la muerte y el destino. Desde la antigüedad, muchos han tratado de dar respuesta a los interrogantes que surgen sobre el origen y la causa de todo lo que le sucede al ser humano. Fue así como surgieron los mitos, considerados como “la palabra en la que se hace presente la verdad”. Uno de estos es el de las Moiras (Cloto, Láquesis y Átropos), consideradas como “las controladoras del hilo de la vida”. No es mi intención, en este artículo, ahondar sobre este tema. Lo he traído a colación solo porque me sorprende la coincidencia de hechos y de encuentros que he vivenciado.

Uno de estos es el haber conocido, desde tres dimensiones distintas, a María Eugenia DelCarmen Cuadra, lo cual constituye un acontecimiento ante el que, sin duda alguna, los hilos de nuestra existencia, tal como lo indica el mito de las Moiras, siguen siendo movidos por las tres divinidades hasta formar la urdimbre de nuestra vida, un tapiz lleno de extrañas y maravillosas coincidencias en el que concurren personas que, cual silentes tejedoras, dejan una huella imborrable y, así, forjan la historia.

No hace falta que permanezcan un largo período de tiempo para que esto suceda. Pasan… y mientras lo hacen van trazando un camino claro y preciso al igual que su caminar. Así fue la vida y figura de María Eugenia (Mariu). Una mujer nicaragüense que vino a Guatemala y que nos dejó un inmenso legado y ejemplo de vida. Yo tuve la suerte de conocerla, como ya lo dije, en tres momentos y desde tres dimensiones, lo cual no fue fruto de la casualidad pues, tal como lo dijera Voltaire, “Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido”. A continuación, parte de las vivencias que tuve a raíz de los encuentros con esta gran mujer.

Corría el año de 1986. En una mañana cualquiera, la puerta de un moderno auto deportivo se abrió presurosa. Como por encanto, apareció una bella mujer de cuerpo esbelto, mirada firme, sonrisa franca y rostro juvenil. ¡Belleza a todas luces impactante! Paso firme y presuroso. Sin perderla de vista, nos adentramos en el inmenso salón de clases. ¡No menos de 80 estudiantes! Muy pronto todos nos acomodamos en nuestros escritorios.

No lo podíamos creer: aquella bella mujer sería nuestra catedrática de Existencialismo, uno de los cursos del programa de Filosofía. Desde el primer día supo cautivarnos con su belleza y claridad intelectual. Con voz firme y cargada de gran espontaneidad, se presentó y nos expuso las normas y contenidos de su clase. Sin más ni más, desde el primer momento, supo captar nuestra atención y respeto. Estábamos ante una verdadera dama, apenas unos años mayor que la mayoría de nosotros, pero con un profundo y auténtico liderazgo.

Pasaron los años. Contraje matrimonio. Mi esposa y yo decidimos abandonar la ciudad y nos fuimos a vivir a una aldea de la parte alta de San José Pinula. Un lugar paradisíaco en el que, también por opción y por bendición de la Vida, nos dimos a la bella tarea de traer al mundo a cinco hijos. Tres mujeres y dos varones.

Recuerdo, como si hubiese sido hoy, un día de diciembre. El mayor de mis hijos varones tenía alrededor de 4 años. ¡Vaya sorpresa! Sí que es verdad lo que dice la canción: “La vida te da sorpresas. Sorpresas te da la vida”. “Cloto y Láquesis, dos de las Moiras, siguen moviendo los hilos del destino”, pensé. Como acompañante de una comitiva religiosa que solía visitar la aldea en que vivíamos, en el pórtico de la pequeña iglesia campesina, estaba la bella dama, otrora mi catedrática de Existencialismo.

Luego de preguntar quién era Manuelito (así le decían a mi hijo Manuel José), extrajo de su bolso un pequeño regalo, finamente empacado, y se lo entregó con mucho cariño. Más tardó en dárselo que mi hijo en abrirlo. Mi esposa y yo corrimos a agradecer a la dama tan noble gesto. Mientras tanto, mi hijo ya tenía entre sus diminutas manos un bello reloj de pulsera. Fácil es imaginar la alegría de mi pequeño y lo sorprendidos que quedamos mi esposa y yo ante tan especial visita, portadora de cariño y felicidad. Manuel José, por su parte, corría ufano y feliz por entre la gente luciendo su nuevo regalo.

Las Moiras no cesan en su lucha por ordenar la urdimbre de mi existencia. Infinidad de hilos se entrelazan y forman mi historia de vida. Así es. Todos somos fruto de múltiples encuentros ordenados por las hilanderas del destino. Fue así como en mayo de 2010, para bien o para mal (aún no sé explicarlo), un alud destruyó la casa de campo que con mucho esfuerzo y pocos recursos yo había construido. Por el lugar en que se ubicaba y por su estilo campesino, aquella casita muy pronto se convirtió para mi esposa y nuestros hijos en un verdadero “nido de amor”; por analogía, yo solía llamarla «nido de guardabarranco”.

Su destrucción fue un acontecimiento que me obligó a buscar nuevos horizontes y volví mi mirada y mis pasos a la ciudad. Por suerte, pocos días después, ya tenía un trabajo. Esto me permitió concluir mis estudios de grado que durante más de veinte años había dejado en un impase y que muy pronto se convirtieron en la llave para abrir las puertas que me permitieron descubrir nuevos derroteros profesionales y laborales. Fue en tales circunstancias que volví a encontrarme con quien había sido mi catedrática de filosofía y que, años más tarde llegó a visitar la aldea donde yo vivía, llevando, en aquella ocasión, alegría para mi familia y en especial para mi pequeño hijo. Como todos comprenderán, estoy refiriéndome a María Eugenia del Carmen.

Hace pocos meses que la vi por última vez. Fue el 6 de febrero recién pasado, en una actividad académica a la que, coincidentemente, mi esposa asistió. Aún resuenan en mi mente las palabras que nos dijo: “Recen por mí. Los médicos me han dado tres meses de vida, por este cáncer que no me deja. En Estados Unidos me harán varios procesos médicos, más bien experimentales”. Y con una mirada serena, nos dijo adiós.

María Eugenia fue una mujer que dejó una huella imborrable. Gran amiga de sus amigos y acérrima enemiga de los procesos burocráticos. Una persona de fe profunda que la llevaba constantemente a practicar, calladamente, la generosidad con los más necesitados. Supo combinar su vida profesional e intelectual con su vida familiar. Así, con su esposo, hijos y nietos construyó una familia que era su todo y su vínculo más profundo.

Entendía el saber y el trabajo intelectual como una estrategia para ayudar a los demás. Con sus amigos supo mantener una amistad transparente y afincada en el corazón. El 30 de marzo de 2018, Átropos –la tercera de las Moiras- cortó con su inexorable tijera el hilo de la vida de María Eugenia, pero en la urdimbre de este mundo, Láquesis no ha dejado de seguir aumentando la extensión del hilo de las obras y del cariño que supo prodigar María Eugenia, como el mejor legado para la humanidad. ¡Hasta pronto, querida María Eugenia, hábil tejedora de sueños eternos!

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