Adolfo Mazariegos
Escritor y columnista de “La Hora”

Puede ser que convenga, antes que nada, hacerte notar que estoy consciente de que muy probablemente no vas a creer lo que voy a contarte -le dije a mi hermano, quien también conocía a Sam, aunque no era tan amigo suyo como yo-, ni siquiera es algo común de escuchar -le dije. Es más, ni siquiera me molestaría si llegaras a pensar que lo estoy inventando. Yo mismo me resistí a creerlo en un principio cuando Sam me lo contó, pero te garantizo que tan sólo estoy repitiendo sus palabras, y lo que después yo personalmente pude constatar.

Me llamó por teléfono rozando el mediodía, se escuchaba nervioso y un tanto agitado. Rápidamente intuí que algo le ocurría. Le pregunté qué pasaba, pero me contestó que no quería contarme por teléfono, que prefería hablarme de ello personalmente. Así que acordamos reunirnos esa misma tarde en aquel pequeño café que solíamos frecuentar en Atlantic Boulevard, cerca de la Avenida Garvey, en el área de Monterey Park.

Sam llegó antes que yo. Estaba sentado en una esquina del local, en una de las mesitas del fondo; bebía café en uno de esos vasos descartables con tapadera que suelen usar hoy día en los cafés modernos. Llamó mi atención verlo bebiendo café, ya que por costumbre él suele tomar té, como la mayoría de chinos que conozco (y en eso él hace honor a su origen asiático). Tenía el semblante de quien no ha dormido bien.

-Me alegra que estés aquí -dijo agradecido al verme-, tengo que contarle esto a alguien de confianza, sin que me crean loco.

Ordené algo de tomar y me senté a escuchar a mi amigo. Este, comenzó a hablar de inmediato:

“Anoche -empezó a narrar-, me llevé el susto más grande de mi vida. Al llegar a casa me dirigí a la cocina, puse a calentar agua para el té y coloqué una taza sobre la mesa, como siempre, luego me dirigí al cuarto de baño (usualmente voy al cuarto de baño antes, luego pongo a calentar el agua para el té). Súbitamente, un frío extraño recorrió mi espalda al tocar el pomo de la puerta, lo giré despacio y abrí, pero no entré, me quedé en el umbral.

El cuarto de baño estaba oscuro y helado. Y un olor extraño, muy desagradable, venía desde el interior. Tuve la sensación de que alguien me observaba desde la oscuridad, en total quietud, como esperando el momento en que yo entrara a lavarme la cara y las manos como hago cada noche al regresar a casa. Extendí la mano hacia la pared para alcanzar el interruptor de la luz y lo accioné varias veces. La luz no encendió. Supuse que la bombilla se habría quemado terminando así con su tiempo de vida útil.

Regresé a la cocina para buscar la linterna que guardo en el gabinete del fondo, ese que está empotrado en la pared, cerca del refrigerador; la tomé y volví al cuarto de baño. Pude sentir nuevamente aquella presencia helada que sentí cuando abrí la puerta instantes antes; la percibí incluso sin haber entrado. Abrí la puerta completamente y encendí la linterna, la luz con que alumbró no fue muy fuerte, pero de algo sirvió. Seguramente las pilas debían de estar ya muy gastadas.

A simple vista no se veía nada extraño, no obstante, intuí que algo había detrás de la cortina plástica que cubre el área de la bañera, esa horrible cortina con grandes rombos azules y amarillos que compré por emergencia hace tan sólo unos días. No sabía qué era, pero esa sensación de estar próximo al encuentro de algo desconocido aceleró repentinamente mi corazón, mi respiración se agitó y una enorme gota de sudor helado resbaló por mi frente.
Avancé hacia el interior muy despacio. En un principio temí que algún ladrón hubiera logrado entrar por la ventanita que da a la terraza, luego recordé que esa ventana está protegida por un balcón de hierro que haría muy complicada la tarea de un ladrón. Aún dudando, con temor, avancé hacia aquella desagradable cortina. Volví a dudar. Hasta estuve a punto de ir a la sala para llamar por teléfono a la policía. Pero me contuve, me armé de valor y la descorrí violentamente. Lo que vi me dejó perplejo, paralizado, sin habla y sin respiración.
A pesar de la poca luz con que la linterna alumbraba el interior del cuarto de baño, pude ver perfectamente aquello: un enorme cubo de hielo que cubría por completo la bañera, y en cuyo interior había un ser humano, una mujer congelada que parecía observarme y seguir mis movimientos, amenazante, con esos grandes ojos azules y desorbitados que ahora veo en todas partes. No parecía ser muy vieja, hasta me atrevería a decir que no fue fea mientras vivió, pero esa desnudez tan pálida y esa expresión de terror en su rostro es lo que más me ha mortificado durante las últimas horas. Casualmente, su cara fue lo primero que alumbré con la linterna al descorrer la cortina.
Me he preguntado una y otra vez quién era esa mujer, de dónde pudo haber salido. Y, lo que es más, cómo llegó a mi cuarto de baño en ese enorme cubo de hielo. Es imposible que haya pasado por la puerta o que alguien lo haya colocado allí.
No he dormido desde ayer, toda la noche la he pasado en la calle, vagando, sin saber qué hacer, sin dar crédito a eso que está ahora mismo en mi casa. ¡No sé cómo eso fue a dar allí! Lo peor es que hoy por la mañana, cuando regresé a casa, pensando y deseando que todo hubiera sido sólo un mal sueño, o un producto de mi imaginación -qué sé yo-, descubrí que todo era real, y que, además, el hielo había empezado a derretirse rápidamente. Sé que todo esto es muy extraño, pero… Tienes que verla… Tienes que ayudarme, por favor. No sé qué hacer…”

Ante la desesperación de Sam y ante su insistencia, no pude menos que aceptar acompañarlo hasta su casa para ver aquello. Él vivía, entonces, en la Avenida Sastre, no muy lejos de donde estábamos, así que llegamos muy rápido.
En un principio, como te mencioné, me negué a creer aquella historia. Me parecía que Sam la estaba inventando o alucinando, pero luego me di cuenta de que él no bromeaba, el tono de su voz y el semblante que tenía me decían que hablaba con la verdad, que no estaba inventando aquello.
Al bajar del auto, Sam caminó delante de mí. Visiblemente afectado y temeroso abrió la puerta de entrada. Yo le seguí de cerca hasta el interior de la sala. Al entrar, el olor que poco antes me había descrito, se dejó sentir con fuerza. Instintivamente me llevé la mano a la cara para cubrirme la nariz. Seguimos caminando hasta llegar al pasillo. Ahí me percaté de un agua rojiza que cubría el suelo y que empezaba a correr rumbo a la sala.
-Es el agua del hielo que se ha derretido -dijo Sam, señalando la parte inferior de la puerta del cuarto de baño.
Se detuvo. Me miró y me pidió que pasara yo primero. Y así lo hice.
Abrí la puerta sin dejar de cubrirme la nariz con la mano. Miré hacia el interior; e inmediatamente me di la vuelta, regresando a la sala casi corriendo para evitar vomitar.
Sam y yo salimos de la casa deprisa.
La mujer congelada ya no estaba. El hielo se había derretido completamente mezclándose con una masa humana, putrefacta y sanguinolenta que ahora estaba en el fondo de la bañera, y de la que sobresalían dos enormes ojos azules que, en efecto, parecían estar observándolo todo.

Cuento incluido en la antología
‘El asesino no es el mayordomo’
Fussion Editorial, Madrid, España (2018).

Artículo anteriorHábil y valiente tejedora de humanidad
Artículo siguienteLos milagros de La Negrita