Carta del escritor enamorado a Martha Bernays

A lo largo de cuatro años, Freud escribió más de mil quinientas cartas a su novia, Martha Bernays, pero no se han conservado las que corresponden a los cuatro últimos meses del noviazgo. Tal vez esta profusión de correspondencia se deba a que don Segismundo sólo realizó seis visitas a Martha. Es también probable que el contenido bastante platónico y romanticón de las cartas se base en que Martha fuese el primer y único amor real de su existencia, exceptuando ese nebuloso amor infantil –Freud tenía diez años– por Gisela Fluss, hermana de uno de sus amigos.

Freud conoció a Martha un día de abril de 1882. Ella era cinco años menor que él, de origen igualmente judío y oriunda de Hamburgo. Su padre era el rabino Isaac, considerado como el supremo monarca del espíritu del cerrado mundo judío. Freud da su opinión sobre el aspecto físico de su amada: “Sé que no eres bella en el sentido en que lo entienden los pintores y escultores; si quieres que dé a las palabras su sentido estricto, me veo obligado a confesar que no eres ninguna belleza”.

Viena, 19-6- 1882
Mi preciosa y amada niña:

Sabía que hasta que no te hubieses ido no podría darme cuenta realmente de toda mi felicidad vivida y también, ¡ay!, de todo lo perdido. No consigo aún tener toda mi felicidad vivida y también, una idea clara de lo nuestro, y si no tuviera delante de mío esa hermosa cajita y tu retrato, temería que todo pudo haber sido solamente un dulce sueño del que no me gustaría despertar. Pero mis amigos me afirman que es verdad, e inclusive me siento capaz de acordarme de los detalles más agradables y hechiceramente misteriosos que no puedo considerarlos fruto de alguna fantasía onírica. Debe de ser verdad.

Martha, mi dulce niña, de ti todos hablan con admiración, y a pesar de toda mi resistencia cautivaste mi corazón en nuestro primer encuentro. Es mía, mía la muchacha a quien temía cortejar y que llegó hacia mí con confianza reforzando la fe en mi propio valor y me dio nuevas esperanzas y fuerzas para trabajar cuando más lo necesitaba.

Cuando regreses, querida niña, habré logrado apartar la timidez y torpeza que me cohibían delante tuyo… Nos sentaremos otra vez solos en aquella pequeña y encantadora habitación, y mi niña escogerá aquel sillón (en el que nos dimos tan gran susto ayer). Yo me sentaré cerca de ti en la silla redonda y hablaremos de nuestro futuro, cuando ya no exista diferencia entre el día y la noche, y cuando ni las molestias ajenas, ni los adioses, ni las despedidas, puedan ya volver a separarnos.

Te hablaré de tu dulce fotografía. Al principio, cuando la tenía delante mío, no le di demasiada importancia; pero ahora, cuanto más la veo, más me recuerda al ser querido y hasta me parece que las blancas mejillas van a enrojecer con el color que tenían nuestras rosas, y parece que los delicados brazos van a salir del marco para acariciar mi mano. Sin embargo, el retrato no se inmuta y sólo hallo la mirada instándome a tener paciencia, como asegurando: que sólo eres un símbolo, una figura impresa en el papel; la muchacha de carne y hueso que regresará pronto, y entonces puedes dejarme nuevamente a un lado.

Me gustaría mucho al retrato buscarle un sitio entre los dioses familiares que están en mi mesa, y me parece extraño que, pudiendo tener libremente los rostros de los hombres a quienes admiro, tenga que guardar bajo llave, en cambio, tu delicado rostro. Descansa tu retrato en la cajita que me obsequiaste y casi no me atrevo a decirte cuántas veces durante estas últimas veinticuatro horas he cerrado la puerta y he sacado tu fotografía de donde la tengo escondida para refrescar mi memoria.

Tenía la impresión de haber leído, no sé dónde, sobre un hombre que llevaba consigo la imagen de su amada guardada en una cajita, y habiendo escrutado largo rato en las oscuridades de mi cerebro, me cercioré a medias de que tal sucede en La nueva Melusina, el cuento de hadas de la obra de Goethe “Años de andanzas de Guillermo Meister”, que recuerdo muy vagamente.

Después de muchos años, volvía a sacar el libro del estante y encontré en él la confirmación de mis sospechas. Pero no quedó la cosa allí; pues hallé mucho más de lo que estaba buscando. Aquí y allá aparecían en el libro referencias amables y leves, y en toda la trama de la obra parecía traslucir una referencia a nosotros. Cuando me acordé de los escándalos que hace mi niña porque soy más alto que ella, tuve que dejar el libro y, medio divertido y medio irritado, tuve que consolarme pensando que mi Martha no es una sirena, sino un hermoso ser humano. Y, a pesar de esto, no encontré el humor en las mismas cosas. Pero no por esto te sientas descorazonada cuando leas esta pequeña anécdota. Y, casi prefiero no hacerte partícipe de todos estos alocados y serios pensamientos que cruzan mi mente.

Estas páginas, querida Martha, no han sido escritas en un solo momento. Ayer y esta noche, Eli y Schönberg estuvieron conmigo. En la visita de ayer vinieron con varias muchachas, y para evitar que pudieran sospechar traté de mostrarme muy sociable, aunque hubiera preferido estar a solas. Mi único consuelo es ver a Schönberg, pues sus honradas y vivaces facciones me recuerdan, con sonido y color, una inagotable serie de imágenes. ¡Qué hechiceras son las mujeres! Cada vez me es más agradable. Recibí la nota de despedida que me mandaste desde la estación, y hoy supe por Eli las esperanzas nuevas de tu llegada. Tu hermano parece estar a gusto con nosotros; me ha sido imposible crear con él una amistad profunda, ya que no he tenido oportunidad de frecuentarlo a solas desde que nos separamos. Por otra parte, me drogo con mi trabajo y sólo me queda la seguridad de que Martha seguirá siendo mía mientras siga siendo Martha.

Mi querida y pequeña novia, si alguna vez dudé ante la posibilidad de unirnos para toda la vida, hoy no te dejaría separarte de mi lado aunque cayera sobre mí la mayor maldición y tuviese que cargar su peso sobre mis espaldas. Por favor trata de robar a tu querida familia todas las fotografías que te tomaron en la niñez. Ahora se me ocurre que debía haberme quedado con aquel viejo retrato que tenía tu madre, al menos hasta que volvamos a estar juntos.

Si deseas algo de aquí o quieres que te haga cualquier recado, te pido que sólo te acuerdes de mí para tus encargos. Así soy yo de egoísta cuando me estoy enamorando. Escríbeme y cuéntame todo lo que haces. De esta manera me será más fácil soportar tu ausencia. Aprovecha tu estancia en Hamburgo para cuidarte, pues me gustaría volverte a ver con aquellas mejillas que tienes en las fotografías de tu niñez.

El día ha terminado mis cuartillas están llenas de garabatos y he de controlar el deseo de seguir escribiéndote.

Adiós. Y no te olvides del desdichado al que hiciste tan increíblemente feliz. Tuyo.

Sigmund.

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