Adolfo Mazariegos
Escritor y columnista de La Hora

A finales de 2017 Rosa Montero recibió en su país el Premio Nacional de las Letras. Al enterarme de la noticia en los medios, recordé un episodio a manera de anécdota en la que, si bien es cierto la escritora española no toma parte activa, sí puedo decir que tuvo su génesis a partir de la lectura de una de sus obras: “La hija del caníbal”.

Fue hace algunos años –bastantes ya, a decir verdad–, tal vez en 2006 o 2007. Adquirí en la biblioteca pública Felipe de Neve, de Los Ángeles (sobre la sexta calle, a muy pocas cuadras del emblemático parque McCarthur), algunos libros usados que habían sido puestos a la venta en el vestíbulo, colocados aleatoriamente y un tanto amontonados sobre un pequeño carrito de metal, que alguien, seguramente algún empleado de la biblioteca, había ubicado a la entrada del edificio; un edificio construido con ladrillos horneados, grandes puertas de madera y techos altos.

En el jardín trasero, desde donde se podían apreciar los ventanales posteriores del edificio, una suerte de bosquecito de árboles variados y tierra sin grama, ayudaba a mantener la frescura y daba cierta sensación de tranquilidad en medio de esa ciudad californiana tan acelerada y única.

Tras cruzar el umbral de la entrada y percibir el aire acondicionado que se mezclaba con el particular olor a libros (¿a historias?) que suele caracterizar a todas las bibliotecas del mundo –o por lo menos a la mayoría–, vi el carrito de metal a mi derecha; allí se encontraban obras de sociología, inmigración, poesía, política y algunas novelas en inglés cuyos autores, en primera instancia, me resultaron prácticamente desconocidos.

En la parte baja del carrito, sin embargo, algunos títulos en español llamaron mi atención inmediatamente, como guiñándome un ojo e invitándome a descubrir con urgencia –como en efecto lo hice– grandes nombres que un par de horas más tarde partirían conmigo a casa, en una fabulosa pila de libros que cargué gustoso y con inusitadas ansias de sumergirme en esos mundos de materia vidriosa que, aunque aún no había descubierto, sabía que traerían consigo: Tomás Eloy Martínez, Almudena Grandes, Arturo Monterroso, Julio Cortázar, Gioconda Belli, Elena Poniatowska, Rosa Montero, Mario Monteforte Toledo y Borges.

Allí, de pie, sin darme cuenta, me di a la tarea de seleccionar uno por uno los libros que calculé podría llevarme. Sin prisa, sin preocuparme por el tiempo y sin prestar atención a quienes como yo –quizá con similares intenciones–, se acercaban al carrito a escudriñar brevemente páginas y páginas que, más que papel y tinta, eran ilusiones, esfuerzos y vidas de tiempos congelados con maestría en cada línea. Fui revisando y leyendo pequeños párrafos que me arrojaban luces de las obras y me decían de qué iba cada una.

Withdrawn se leía en una o dos de las primeras páginas de cada libro. Les habían estampado un pequeño sello para indicar que estaban siendo descatalogados del uso público en esa biblioteca. “Dada la cantidad de libros que recibimos periódicamente, cada cierto tiempo damos de baja algunos libros (withdrawn) para poder hacer espacio y dar cabida a nuevas obras o ediciones de más reciente publicación”, me dijo sonriente una joven rubia de sedosos cabellos sujetados en una coleta, de sobrio vestir y educados modales.

Me observó directo a los ojos y volvió a sonreír, como si me conociera de alguna parte o como si de pronto hubiera recordado algún episodio ya lejano en el que yo, quién sabe, tal vez hubiera estado presente. No me atreví a preguntar qué cargo ocupaba ni cuál era su verdadera función en la biblioteca, tan sólo la vi afanarse en sus quehaceres con evidente disfrute de lo que hacía. Con elegancia. Y así fue en cada una de las ocasiones que visité aquel lugar.

Después de un tiempo me mudé a otra ciudad. Empaqué mis pocas cosas, algunos recuerdos, y todos mis libros (incluyendo los withdrawn que había adquirido aquella tarde en la biblioteca). Luego, en pequeñas cajas de cartón, envié todo a mi nuevo lugar de destino. Las cajas permanecieron selladas por un largo período, tal como las había enviado: por alguna razón que aún hoy desconozco, constantemente me resistí a desempacar lo que había puesto en aquellas cajas…, hasta hace poco.

Con la intención de por fin ordenar aquellos libros en su sitio, los fui extrayendo de su empaque y revisándolos uno a uno como en aquella fresca tarde cuando los adquirí en Los Ángeles. Los observé detenidamente, volví a leer el sello que tenían estampado en las primeras páginas. Y reparé, entonces, en uno que no recordaba haber leído: una novela escrita por una dama de las letras a quien yo antes nunca había leído pero cuyo nombre he conocido desde siempre, un nombre que es sinónimo de grandes obras literarias y fabulosos escritos que hoy día recorren el mundo: Rosa Montero.

Empecé a pasar las páginas lentamente y a meterme con sigilo en la lectura de “La hija del Caníbal”, sin predisposiciones, sin pausa, sin esperar nada pero al mismo tiempo sintiéndolo todo; sin percatarme de que en cada línea estaba aprendiendo que la vida nos conduce por caminos extraños e inesperados, que la ficción no es algo que el ser humano haya inventado.

Leí la obra casi de un tirón. Creo que la tuve guardada alrededor de diez años y había sido publicada diez años más atrás. Y al cerrar de nuevo la cubierta habiéndola concluido, reparé en que quizá sea cierto eso de que nada sucede por casualidad. Que la realidad, cual materia vidriosa (como escribió en su obra Rosa Montero), probablemente sea la que se empeña en imitar a la ficción, y no al revés, quién sabe.

“[…] la realidad es una materia vidriosa
que a menudo se empeña en imitar a la ficción; […]”
Rosa Montero
La Hija del Caníbal

 

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