José Manuel Fajardo Salinas
Académico e investigador

El motivo de las siguientes ideas es aprovechar la riqueza de una categoría filosófica provista por el pensador francés Jaques Derrida, a fin de desarrollar el análisis de un evento de carácter netamente político que está aconteciendo en Honduras. El hecho de presentar esta reflexión fuera del país mencionado, obedece al interés de compartir con los hermanos centroamericanos y latinoamericanos en general, un punto de vista alternativo al que la corriente mediática de los mass media internacionales puede conducir.

Es decir, más que atosigar de datos y de declaraciones de los actores o testigos del evento en cuestión, se trata de condensar en breves párrafos, un hilo conductor que, negándose a los extremos sectarios de opinión, permita alcanzar una visión realista del momento que vive la sociedad hondureña a partir de la actual elección de sus autoridades políticas. Quizás ello abone al análisis de los propios conflictos políticos que con distintas tinturas culturales, suelen tener lugar en el entorno regional.

Al que escucha las noticias del día, seguramente le llega la simple pero a la vez confusa noticia de dos candidatos presidenciales que se declaran electos y un Tribunal Supremo Electoral diletante y titubeante para declarar un ganador. Para comprender el trasfondo de esta información, hay que ir atrás en la historia. Desde el siglo XIX y hasta inicios del siglo XXI, el bipartidismo fue la característica fundamental de la política hondureña, turnándose en el poder el Partido Liberal y el Partido Nacional.

Centrándonos específicamente en el segundo partido, este tuvo en la primera parte del siglo XX un líder de fuerte prestigio, y fundamental carácter simbólico para los seguidores de la corriente nacionalista: el Doctor y General Tiburcio Carías Andino, que cultivó relaciones cercanas con dictadores centroamericanos, como fueron Jorge Ubico de Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez de El Salvador y Anastasio Somoza García de Nicaragua, manejando bajo la forma democrática constitucional una de las dictaduras más temidas que hubo en Honduras. En el inconsciente colectivo su período presidencial se asocia con la imagen del líder que logró implantar paz y tranquilidad en un país acostumbrado a guerras civiles, además de castigos ejemplares a los infractores de la ley (que incluía a sus adversarios políticos). Su presidencia duró de 1933 a 1949.

Esta figura histórica es de suma importancia para el análisis, pues ocurre que posterior a la coyuntura política más destacada del nuevo siglo para Honduras, el golpe de Estado del año 2009, un nuevo líder nacionalista retoma esta referencia histórica y la hace parte de su discurso político, expresando el anhelo de resucitar para el presente la dimensión idílica de dicha época presidencial. Con suma astucia y sagacidad, dicho político inició carrera en el Congreso Nacional, llegando a su jefatura, posteriormente logró ser candidato a la presidencia de la República, y ya como presidente electo, en coordinación con los poderes Legislativo y Judicial, despenalizó la reelección para poder lanzarse nuevamente como candidato de modo inmediato.

Más allá de los señalamientos de “falta de institucionalidad”, “corrupción”, “irrespeto a la ley”… ¿qué mecanismo permite en una democracia liberal tanto acaparamiento de poder? La respuesta corre por la imagen del caudillo, del cacicazgo de quien logra establecer un discurso hegemónico que anula inclusive a la razonabilidad democrática, para justificar ante los seguidores la necesidad de su mandato para que la prosperidad y el orden imperen en el país.

Precisamente a estas alturas, es que la categoría anunciada al principio de estas líneas auxilia para una valoración de lo que está en juego. De acuerdo a Derrida, existe en la tradición de pensamiento occidental –a la cual nos asociamos mediante la formalidad democrática moderna–una tendencia a la que llama “opuestos binarios”. ¿En qué consiste? Se trata de una manera de concebir la realidad que funciona en base a parejas conceptuales, así: hombre/mujer, blanco/negro, puro/impuro, santo/profano, etc.

Gracias a dicho esquema de oposición, se logra “cuadrar”, “ubicar” las distintas situaciones de vida en todos nuestros niveles de relación humana. Ello hace que a la hora de juzgar los hechos, se tienda a destacar un lado del binomio como el “central”, el “real” y se deje marginado el otro lado. Entonces, en un contexto machista, es la imagen del hombre la que predomina, y la mujer queda marcada como la “compañera”, la “pareja”… pero siempre en un segundo lugar.

¿Qué pasa cuando esto se lleva a nivel político? Es sencillo, el partidario de otra corriente política es visto como el “enemigo”, el “contrincante”… y se le juzga como el que está en el lado negativo de la balanza valórica. Si se examina el discurso político de los partidos contendientes en Honduras, esta lógica es claramente marcada en el susodicho candidato nacionalista, ya que recalca el hecho de estar en el “lado bueno” de la contienda e invita a “negarse a volver al pasado” de los que ocasionaron malestar al país (alusión directa al partido político que surgió posterior al golpe de estado de 2009).

Debido a que este mecanismo es inconsciente, su correligionario, es incapaz de captar que quien proclama dicha exhortación, puede ser acusado de los mismos defectos que señala a su “opuesto binario” al violentar los equilibrios de poder del aparato constitucional vigente (inclusive en el actual conteo electoral). Y no está de más decir, que a su vez, los opositores políticos del otro bando, tienden a visualizar la situación de modo totalmente contrario. O sea, en última instancia los extremos coinciden, se tocan y chocan, porque padecen del mismo condicionamiento en su mirada cultural.

Resumiendo, hay en el imaginario cultural hondureño una figura de liderazgo que de modo subrepticio ha sido retomada para reabrir el ideal de un largo período democrático regentado por un solo presidente. Esta imagen va más allá de las razones, y oculta a los ojos de los seguidores políticos, la contradicción subyacente para el momento actual, disculpando en el líder aclamado como “auténtico”, cualquier desfase o incongruencia legal, ya que el valor de lo que sustenta se impone como lo mejor, lo verdadero.

¿Qué conclusión es meritoria para este breve análisis? Siguiendo la pista brindada por el autor francés, se pueden rescatar dos ideas: a nivel cultural, vale pensar que por muy engrandecida que tengamos la figura de ciertos líderes, ellos tuvieron “su momento” particular, y no podemos hacerlos resucitar en contextos históricos donde su modo de proceder ya no aplica, como afirmaba Mahatma Gandhi: “los fines y los medios no son separables”, ninguna idea de bien es digna de imponerse por la fuerza; y a nivel de manejo del poder, la clave está en aprender a ver que desde cualquier esquina política en que nos ubiquemos, la opción particular no tiene porqué ser la central, la verdadera… para siempre.

La alternatividad democrática es valiosa porque permite tener experiencia de predominio y luego de lateralidad (o de oposición constructiva en el mejor de los casos). Es el libre juego del poder lo que impide que la fijeza, la institucionalización desmedida, culminen en malsanos totalitarismos o neo-carismas.

 

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