Maco Luna
Escritor

Todo estaba tranquilo. Los pocos moradores gastaban el aburrimiento con paseos, rezos, alabanzas y música. El devenir del tiempo era lento, apacible, sin preocupaciones. Justo en la parte inferior de las nubes que circundaban el recinto, se abría de vez en cuando una puertecita muy angosta que servía de entrada y bienvenida al cielo. Lo raro era que no tenía en su dintel una cruz que indicara que era la casa de Dios. Ese día se abrió temprano para recibir al ánima que pasó tocando toda la noche para que abrieran. Después de revisar todos sus papeles, se le autorizó el ingreso. Era Thelmo Bocanegra quien se puso sus botas de nube y entró al edén.

Caminó un buen rato, escudriñó con su mirada todos los rincones y se topó con la sonrisa de muchos ángeles. El repaso le dijo que la dejadez y el ocio reinaban en todas las almas. Escuchó la música que brotaba de los jardines y de los cubículos de ensayo. Lo que le pareció increíble fue que en todo lo que veía no encontraba a ninguna mujer, todos eran hombres; ángeles y más ángeles. Decidió preguntar por qué. “Ellas están en otro nivel más alto”, le respondió una voz como de trueno. “Qué raro”, pensó Thelmo, una ráfaga de incertidumbre le atravesó la razón y lo mandó a su aposento.

Pasaron varios días y poco a poco un vacío se le fue metiendo en el espíritu. No estaba completo, le faltaba su mujer. Voy a hablar con las autoridades para solicitarles que me permitan traer a mi amor. “Todo está escrito y no hay poder que rompa las leyes divinas”, fue la respuesta de San Pedro. El desconsuelo lo acompañó a su celda y se encerró con él a llorar y a llorar y a llorar. No volvió a salir ni a probar los manjares celestiales.

El torrente de lágrimas formó un riachuelo. La corriente serpenteaba por los pasillos. Los ángeles mensajeros recogieron las alas para no mojarlas, y fieles a su oficio pronto llevaron la noticia al de la puerta: “Jefe, Thelmo se está deshaciendo en llanto. ¿Qué hacemos?”. “¿A cuenta de qué?”, preguntó San Pedro con la voz de quien no tiene más preocupación que repasar día a día los expedientes de las almas buenas, que son tan pocas. “Ya intentamos consolarlo, pero dice que su mujer le hace mucha falta. Lo malo es que está inundando todo el sector, las paredes ya se humedecieron y las nubes se están enmoheciendo. Hay que hacer algo”, clamaron los ángeles, afligidos. “Lo voy a consultar allá arriba”.

Mientras todos esperaban la respuesta de más arriba, la fuerza del llanto rompió los diques, abrió las compuertas del cielo y se volvió lluvia. El aguacero azotó la tierra por varios días, la muerte se bañó en los ríos y las inundaciones no se hicieron esperar. El desastre trajo derrumbes, deslaves, y pueblos enteros desaparecieron. El mundo pensaba que era el calentamiento, pero no; era el sufrimiento de Thelmo Bocanegra.

Dios se percató del desastre y no tuvo más que darle cita. “Mirá, Thelmo, yo dejé escrito en un arcoíris que no mandaría otro diluvio y vos me estás haciendo quedar mal. ¿Cómo se llama tu mujer? La voy a traer, pero ya no llorés”. “Se llama Encarnación Girón viuda de Bocanegra”.

De inmediato, el Altísimo giró instrucciones a dos ángeles para que bajaran a la tierra y se llevaran a doña Encarnación Girón.

Un aleteo bastó para que los mensajeros estuvieran frente a la mujer. “Venimos por vos. Ha llegado tu hora”, ordenaron. “Solo permítanme”, contestó Encarnación pasándose la mano mojada en el pelo, para arreglarse y secarse a la vez, como quien dice, matar dos pájaros de un tiro. “Solo arreglo las camas y voy a comprar las tortillas. Tengo que dejar aunque sea frijoles cocidos para que coman los patojos”.

La puertecita del cielo se abrió, y Thelmo pegó un suspiro tan fuerte que los diarios anunciaron al día siguiente que un ventarrón había derribado vallas publicitarias y algunos árboles. “Pero qué es este alboroto”, fue el saludo de Encarnación Girón “¿Cómo pueden vivir en esta suciedad? ¡Tanto hombre cabrón y no pueden pasar una escoba! ¡Qué desconsideración! Ya me imagino al Thelmo todo el santo día echándose en la cama, viendo tele. Pero ya vine yo. Los voy a poner en cintura a todos. Quiero hablar con el encargado. Llévenme con el responsable de este desorden. ¿No les da vergüenza amamantar la pereza? Nadie se acomide ni siquiera a pasar un trapito. ¡Qué desgracia! Voy a hablar con Dios para que programemos los días de limpieza general. Les voy a enseñar cómo se organizan las cosas. Faltaba más. ¡Chis la mierda! Como que me llamo Encarnación Girón”.

Si bien dejó de llover y los ríos volvieron a sus cauces, el cielo no era el mismo. Pero tampoco la Tierra, pues el mismo Dios tuvo que ponerse a ordenar el mundo.

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