René Arturo Villegas Lara
Abogado y maestro

Así como como sucede con la leyenda de la Tatuana, que hay muchas versiones en cada lugar, del caballo que por las noches obscuras y con luna llena recorría las calles empedradas de Chiquimulilla, también sucede cosa igual. Este pueblo, cuando sus noches estaban hechas de silencio, se interrumpía cuando llegaban las lluvias. Entonces la quietud se interrumpía con el canto parsimonioso de los grillos y el de las ranas que salían a jugar tuero; y como no había luz pública y los candiles y las antorchas de ocotes se consumían como a las nueve de la noche, no había ni un solo mortal que se atreviera a salir fuera de su casa. Por eso, quienes padecían de insomnio, contaban que a las doce de la noche, que es la mera hora de los espantos, las burlas, los aparecidos y las almas en pena, escuchaban el ruido marcial de los cascos de un caballo que recorría a trote lento todo lo largo y ancho del poblado.

Tiempo atrás, cuentan que una tarde de noviembre, Oscar Moncada estuvo bebiendo guaro en una cantina del barrio de Champote. Cuando ya se le habían subido las copas, montó su hermoso caballo alazán y le dio por correr entre calles y callejones, sacándole chispas a las herraduras que rosaban en el empedrado. Dicen que Oscar Moncada era un buen jinete y que su caballo alazán era de lo mejor que existía en la costa grande, a pesar de ser garañón, porque él nunca permitió que lo caparan. Ese día de la borrachera, el caballo y el jinete se asomaron por la esquina de arriba y cabal se vio cuando le hundió las espuelas en los ijares y el animal salió volando calle abajo como si lo fuera arreando el mismo diablo.

Casi llegando a la esquina de abajo, a media calle, había un hoyo que se formó cuando quitaron un poste donde amarraban machos de carga, y allí fue donde el caballo alazán metió una pata y Oscar Moncada salió volando y fue a dar con la cabeza en las duras piedras del empedrado, falleciendo en el mismo instante y con la mollera desprendida. El caballo quedó vivo, pero como no se podía parar por la pata que tenía una quebrada expuesta, optó por echarse a media calle, resoplando con fuerza por el inmenso dolor que sentía.

Cuando llegó el alcalde y juez de paz, con su secretario, levantaron el acta e hicieron constar lo que el panadero de la casa de enfrente declaró, pues fue testigo fiel de lo sucedido. Doña Romelia dijo que llamaran al cura para que le dijera un responso; pero como no había, se le pidió al pastor de una capilla protestante, que se hiciera cargo del responso, pero se negó diciendo que ellos no acostumbraban esas ceremonias. Entonces el alcalde y juez de paz sacó la pistola y le disparó un tiro a la cabeza del caballo alazán porque ya no tenía remedio.

Al cabo de los años, se principió a tejer la historia del caballo alazán que recorría el pueblo cuando llegaba la media noche, con un jinete que no tenía cabeza. Así que, quienes recordaban esa muerte, creían que se trataba de las almas de Oscar Moncada y su caballo alazán, que andaban en pena porque no se les rezó un responso. Nadie en el pueblo vio alguna vez al caballo y su jinete; sólo Manuel Taracena podía contar la verdad de esa aparición. Resulta que la mamá vendía verduras en el mercado y una vez tenía necesidad de ir a la capital por su mercancía, debiendo salir a la una de la madrugada, para tomar la camioneta de las dos. Inquieta la señora porque podía perder el viaje, despertó a Manuel para que bajara al parque a preguntarle al piloto si ya era la hora de salida. Como se le informó que faltaba una hora y media, Manuel emprendió el regreso a su casa, que quedaba como a ocho cuadras arriba, en el barrio de San Sebastián.

A unos doscientos metros de su casa, escuchó el ruido de los cascos y entonces se le despelucó todo el cuerpo. Cuando menos lo sintió, el caballo alazán y el jinete sin cabeza los tenía enfrente, echando chispas con los cascos como si fuera un esmeril de herrería. Manuel sintió que los pies le pesaban y que no podía mover las canillas; pero, como pudo, logró correr el último trecho del regreso y entró a su casa, muerto de miedo y más pálido que un canario amarillo. Entonces la mamá optó por suspender el viaje, porque se podían encontrar con el espanto por si venía de regreso. Fuera de Manuel Taracena, nadie ha visto al caballo alazán y a su jinete sin cabeza y creo que ya no se aparece porque ahora es un pueblo iluminado.

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