Juan Carlos Vílchez
Escritor

Cuán irresistible es el deseo de merodear y observar ese edificio. Algo inevitable me empuja hacia él, sin que yo pueda defenderme y reflexionar sobre un impulso tan poderoso.  La atracción se manifiesta siempre, pero más intensamente después de las diez de la mañana, a partir de la hora que abre sus puertas la exquisita dulcería instalada en sus recintos.

Aunque tiene un nombre relacionado con este tipo de negocios, en realidad  no se trata de un establecimiento común, -es decir- de una cafetería con exhibición de panes variados y algunas comidas ligeras, sino de un espacio interior en penumbra, con pequeñas sillas gastadas por el uso y con abundante oferta de pasteles y bombones confeccionados con recetas muy tradicionales, según lo atestiguan documentos impresos del año 1820, enmarcados como cuadros en  las paredes pintadas de un blanco deslumbrante, casi aterrador.

El inmueble data -con toda certeza- del mismo siglo, con dos plantas y un estrecho entresuelo, todo ello diseñado en un estilo muy sobrio y sin mayores alardes arquitectónicos. Está ubicado en una de las anchas avenidas principales, a la par de un nudo de nuevas vías y accesos ferroviarios, inaugurados en las últimas décadas, allí donde confluyen varios canales que comunican entre silos pequeños ríos con el lago, en el barrio comercial de la ciudad.

La construcción no tiene jardín perimetral y se encuentra en el trayecto este de la calle, rodeada de viviendas similares, todas de la misma época y con los mismos patrones estéticos.  Curiosamente la acera de enfrente, -o sea- todo el lado oeste, está sembrada de una larga fila de apartamentos grises y uniformes, de seis pisos de altura, terminados en el periodo posterior a la rendición -y aunque ya no quedan señales-, cuentan los comensales que este fue uno de los sectores más devastados por los bombarderos de la fuerza aérea inglesa (RAF) en 1944.

La casa que alberga la repostería de mis sueños ha sobrevivido a la destrucción y gracias a su extraño e inusitado descubrimiento, ahora yo puedo disfrutar de sus novedades y delicias.  Diariamente, atraído por olores y texturas recién salidas del horno, doy rienda suelta a mis instintos más gustativos y secretos, entro a la pastelería y pido algo diferente a lo consumido el día anterior. La oferta y variedad de productos es inagotable, las opciones son innumerables y se pueden combinar entre sí, lo que contribuye a infinitas posibilidades de sabores, aromas y formas.

Mientras habito la ciudad, todos los días tomo el metro o camino casi dos kilómetros desde mi posada en Altona, hasta llegar a la Grindel Allée Número 27 para cumplir con el rito de sumergirme en esa atmósfera de susurros y señales, insinuadas en la variedad de especies, harinas y azúcares pertenecientes a siglos ya derruidos y que por alguna razón insospechada se apoderan de mi voluntad, al extremo de atraparme y convertirme en un prisionero de designios aún desconocidos.

En mis recorridos, a veces me acompaña el amigo Gilberto Bessa, oriundo de Baurú, Sao Paulo y descendiente de sefarditas portugueses, quien desde hace muchos años tampoco ha podido eludir la tentación cotidiana de participar en este festín de paladares y degustaciones.

En el transcurso de mis visitas a este local tan adictivo, también he tenido la oportunidad de entablar conversaciones con viajeros de toda clase, especialmente comerciantes, llegados a este puerto tan próspero y dinámico desde los cuatro puntos cardinales. Todos concuerdan en la naturaleza acogedora de este lugar dedicado a la producción y venta de pudines, tortas, bizcochos y demás artificios derivados del culto ancestral a los cereales de la tierra. También coinciden en la existencia de un eco casi imperceptible de tristeza y desarraigo, quizás ligado a la cercanía de tiempos muy duros y  que se respira en cada rincón de la estancia, impregnada de sustancias ultramarinas y exóticas.

Por supuesto que en el devenir de días y meses, he conocido y saboreado exhaustivamente toda clase de “delikatessen”, ya sea con la mirada ausente frente a una taza de café o contemplando la lluvia y la nieve a través de los cristales.  También he podido acercarme de manera espontánea a la propietaria de las instalaciones hasta establecer una relación respetuosa y cordial. Con ella he compartido mesas y tardes de invierno, con preguntas mutuas sobre nuestros orígenes y propósitos.

Extrañamente yo he llegado hasta aquí sin haberlo previsto, pero vengo de un país que no alza vuelo, de un territorio sin vínculos donde las leyes no tienen valor, de un progreso trunco y trucado por un pasado, que se difumina en reyertas y afanes estériles de juventudes delirantes, azuzadas por hábiles impostores sin rostro.  Ella me ha presentado a su madre, auténtica, octogenaria y lúcida, con quien he podido indagar la reciente historia de la metrópoli, de la calle y de la guerra. No ahorra detalles cuando revela sus recuerdos. Nacida en el vecindario, refiere haber conocido de niña, a una familia de judíos alemanes habitando la casa, fabricantes de la más fina porcelana y desaparecidos pocos meses antes de los bombardeos.

Recuerda con nitidez los apellidos y los repite con vehemencia tratando de convencerme de que con ella las equivocaciones no son posibles. Le creo sin ninguna sombra de duda, pues los datos que ella me anuncia son parte de informaciones fragmentarias también registradas por mi memoria, aunque en circunstancias diferentes.

El enigma de mi apego a ese sitio se va esclareciendo entonces y atónito entiendo al fin, la imperiosa necesidad de mi presencia en ese ambiente, el murmullo rondando mis oídos desde el primer día, acaso el incontenible y quejumbroso llamado de mis ancestros sobre la sangre derramada en tantos cuarteles y campos de concentración, junto al pretexto de pasteles tan antiguos, exhibidos como un puente entre el ayer y el hoy, para compartir con nuevas bocas de la vida, los afectos y sabores de antaño.

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