Luis Rudy Xalín

El río empezó por llevarse una tumba con su cruz. Rápido, arrastró otra y después otras. Al río no le importa qué difunto está enterrado en el cementerio. Ni siquiera tiene remordimiento por quitarnos a donde ir a adornar o recordar a nuestros muertos. Inexorablemente, el río es como el olvido, su caudal se está llevando una parte importante para los aldeanos.

En mi comunidad, días antes al 1 de noviembre, o ese día, los deudos limpian las tumbas, llevan a sus hijos para inculcarles el respeto y amor al lugar sagrado donde descansan los restos de sus seres queridos. En bicicletas, motos o de a pie llevaban azadones y palas para reconstruir las tumbas de tierra y remplazar la cruz; los que tienen panteones de concreto, vuelven a pintarlas. En casa, la noche del 31 de octubre, las señoras cocinan manzanilla, camote o ayote y posterior, los niños ayudan a prepararlos en dulce. Preparan comidas que preferían en vida los difuntos y el famoso fiambre.

En algunas casas frente al altar fotográfico vasos de agua y cambian las veladoras y las flores. ¡Ah!, y no pueden faltar los tradicionales tamales… Esa noche varios grupos de Moros se dispersan por la aldea, pasan a las casas donde han sido invitados, bailan y piden conservas, comida, licor o dinero. El día 2 de noviembre, la mayoría visitan el cementerio para disfrutar del baile de los Moros, desde el mediodía en adelante. Algunas personas llevan al cementerio comida y bebida para compartir y ofrendar sobre las tumbas, en señal de que recuerdan la comida que preferían en vida de sus difuntos. Unos adornan con las toallas de plásticos multicolores, flores naturales o artificiales, coronas de diferentes tamaños o remplazan cruces viejas por unas nuevas. Otros, aprovechan a llevar a sus niños a visitar otros sepulcros, para recordar a los vecinos, amigos o familiares. Este año indudablemente, algunos no tendrán a donde ir a rememorar anécdotas.

En invierno, las lluvias acrecentaron otra vez el caudal del río hasta desbordarlo. A orillas del río, a un costado del cementerio solo queda arena en lugar de las tumbas. Quizá solo quedarán los árboles grandes que dan sombra al camposanto, y se llevaran todos los nopales. Antes, cuando eran niño, mi padre nos explicaba que la fruta de las tunas dentro del perímetro del camposanto, no se debe comer, para evitar que algún mal espíritu aprovechara la ocasión y fuese a la casa, en la noche, a espantarnos con ruidos extraños: como el arrastre de cajas, silbidos, gritos o golpecitos contra la ventana simulando que alguien nos tirara piedrecitas. En la entrada principal, por ambos lados, los vendedores levantan techos y ofrecen toda clase de bebidas alcohólicas, agua de frutas y gaseosas. Ahí se puede comprar tostadas, chuchitos, churrascos, papas fritas y demás exquisitos platillos. Por doquier suenan las campanas de los vendedores ambulantes de helados de barquillos, chocobananos y/o topogigios.

Más o menos al mediodía, llegan los tan esperados Moros, esa especie de convite. Desde lejos, primero se aproxima un grupo, se escucha la música de una grabadora que llevan en la parrilla de una bicicleta. Más lejos viene otro grupo, llevando su equipo de sonido en la palangana de un carro. Y así, un tercer grupo lleva su música sobre una carreta de mano. Ya sean dos o tres grupos, que por lo regular se reúnen en la entrada principal del cementerio, se dedican a bailar solos o con sus parejas. Entre los moros unos van disfrazados de señoritas con ropa provocativa, o personajes animados, monstruos o simples personajes campesinos. De los Moros sobresale, el pescador: anda con su atarraya de pita y que en vez de plomo como contrapeso, tiene pedazos de olotes. Él va tirando su red, asegurándose pescar un zapato, una llanta o algo para intercambiar por unos centavos con el dueño de la prenda. Las personas que se resisten a darles una moneda son ahuyentadas con alguna basura o palito que atrapen con su atarraya. Risas, carcajadas y algún llanto se escucha en esta celebración. Y así entre bailes, quema de cuetes y morteros, se pueden identificar a los que custodian al grupo, siempre llevan un varejón que utilizan para ahuyentar a los patojos abusivos, o para amagar en broma a los espectadores. No puede faltar el diablo bailando con la diabla.

Otro personaje infaltable es el Mico: “Y te saco de repente, y te saco de un vagón, para mi fruto me ha de dar, este señor panzón”. “Y te saco de repente, y te saco de una maceta, para mi fruto me ha de dar, la hija de doña Anacleta”. Y así con dotes de poeta, dominando la rima perfecta, el Mico hace de las suyas, todas las monedas o billetes que recibe lo va echando en un calcetín. Al final, cuentan el dinero recaudado y se lo reparten o compran licor. El Mico es el causante de que muchos niños lloren por su aspecto casi real: viste completamente de negro y usa una máscara que ya tiene varias décadas, su cola es la funda de un paraguas rellenado con algodón, pero su habilidad de darle movimiento lo hace ver que es una cola real… Y así en mi aldea celebran el Día de los muertos. Todos los años esperan con ansias esta celebración. Para los que están ausentes, lejos de la patria, solo les queda acariciar los recuerdos y admirar los videos o fotografías por las Redes Sociales. El día que regresen y quieran ir a dejar un ramo de flores o a llorar sobre la tumba de sus padres o abuelos, no podrán, quizá ya no habrá cementerio, ni tumba, ni cruz… Solo el río implacable. Cada año, el caudal se lleva una parte, a este paso sepultará el cementerio, más no los recuerdos… hay que luchar contra el olvido.

* Primer lugar. Certamen de Ensayo literario breve. “Celebración del día de muertos en mi comunidad”.  Casa de Desarrollo Cultural de Santa Lucía Cotzumalguapa

 

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