Por Alejandro García

Era la última noche de Victoria en Nueva York. Después de una cena en Vapiano’s –pasta y cannolis– regresamos a Washington Square. Eran las 9:15 y había poca gente. A la distancia un hombre hacía figuras con burbujas de jabón.

Victoria tenía la mirada perdida, como apenas suspendida del paisaje metálico, como deslizándose suavemente sobre los edificios del Village.

“¿Por qué pasa eso?” dijo Victoria mientras señalaba a la calle. El lento siseo de una alcantarilla hervía con suavidad hasta formar una alta torre de bruma blanca. Fruncí el ceño. “El humo, o no sé qué es, pero siempre me lo he preguntado,” agregó.

“No es humo, es vapor. De los drenajes, de las cloacas, del subterráneo.”

Se rió, decepcionada. Le dije que no huele mal, que huele a húmedo. Le dije que a finales de otoño y en invierno –especialmente– me gusta pasar por encima y atravesar las delgadas cortinas de vapor. El vapor sube tibio desde el inframundo de Manhattan.

Durante las dos semanas que estuvo Victoria en Nueva York, bebió las imágenes con ansiedad. Sus ojos: de un lado a otro, en pequeños tirones, como hambrientos de tomar cada detalle de la ciudad.

Una vez le pregunté si Manhattan había superado a Lopiano, Venecia, Bruselas, Amsterdam –Victoria vivió un año en Italia como parte de un intercambio y pudo viajar un poco por Europa–. Me indicó que no sabía, “pero creo que sí.”

“¿Sabés?” dijo, con la mirada aún pegada al hilo de humo que salía de la calle. “Cuando era pequeña y miraba fotos o películas en Nueva York, esas imágenes, el vapor saliendo del suelo, eran las imágenes que más me gustaban.”

“¿El vapor?”

“Sí,” sonrió. “No sé. Como si la ciudad estuviera viva. No me refiero por la gente, sino a la isla, a este pedazo de tierra, es como si respirara. Nueva York es,” un suspiro, “o era, para mí de niña, como una ballena.”

Llevamos poco más de tres años juntos con Victoria. Desde el principio, cuando empezamos a salir, le expresé de mi intención de estudiar fuera, de salir.

“Por un tiempo,” le dije, como queriendo no sonar tan severo.

“Hacelo, Ale. Andate,” me dijo, como no midiendo sus palabras.

Nueva York siempre fue una opción. Pero también lo fue Atlanta, Iowa, Buenos Aires, Madrid, París; o, en el peor de los casos, pues nada. La nada también era una opción. Una opción segura, el plan de apoyo, un colchón maldito que me tomaba con la fuerza de una pesada ancla. Ball and chain.

Por meses veía sitios web, universidades, academias, retiros literarios. Los veía con ansia, cariño y el interés masoquista de quien sabe muy adentro que todo está tan lejos. Pero para Victoria no parecía estarlo, eso o me mintió.

En el 2013 pues me aceptaron en un par de universidades, pero claro, el dinero. Ball and chain. Cincuenta mil dólares al año, ball and chain. Luego, me otorgaron la beca. Llegó la beca y fuck the chain. Victoria fumó por un tiempo, cuando empezamos a salir me contó que recién había dejado de fumar, el día que le comenté de la beca: un cigarro.

“Son dos años Alejandro, dos años, ¿sabés qué es eso?” me dijo una vez.

Claro, además de la emoción de estudiar fuera, de poder estudiar con Nathan Englander o John Freeman, de escribir por dos años, de ir a ver a Gary Clark Jr., de comer en Kat’z, de ir al Greenwich, además de todo eso, empezaron las crisis, las dudas, las preguntas.

“Sí sé,” le respondí, molesto. Ya había tenido una relación a larga distancia y sabía de lo que yo era capaz. Sabía a qué iba, a qué viajaba, a qué me iba, por qué y para qué.

En 17 de agosto del 2015 nos despedimos.

No nos volveríamos a ver en cuatro meses. En esos cuatro meses conocí a Junot Díaz, Victoria se graduó y mi abuelo murió. Cuatro meses. Una vida entera en cuatro meses.

Salimos de Washington Square a eso de las 11:45. Que quería caminar, me dijo Victoria.

Las calles en Manhattan se extienden cortas, tímidas, precoces; las avenidas son largas, interminables. Pero en el Village, donde las calles pierden número y adoptan nombres (Bleecker, Houston, Spring, Sullivan, McDougal) el caminar es acompañado por el sutil y pecaminoso placer de ventanear. El pescuecear suaviza el caminar en el Village, eso y la voz de alguno que otro cantante callejero. Esa noche de septiembre, por ahí en Sullivan, sonaba Monk, más adelante, Nei Young en acústico.

Caminábamos despacio, como cargados por el tibio y lento aire de la ciudad. Lado a lado, cadera a cadera. Un pie delante del otro, con precisión rítmica. Un adagio de zapatos entre el rápido cabalgar de Lower Manhattan.

“En la otra calle está una tienda de música, Neon Buzzin’, algo así” le dije a Victoria, mientras señalaba con la boca a la distancia. “Mi primer disco en Nueva York lo compré ahí.”

“¿Ah sí? ¿Cuál?”

“Waits.”

“Claro,” she rolled her eyes. A Victoria no le gusta Waits, o sí, bueno, los primeros discos, del Closing Time al Swordfishtrombones, antes que adoptara su voz fea, como dice ella. “Tenía que ser Waits.”

“Tenía que. Fue un ritual.”

Se rió. La apreté. I’ve come five hundred miles just to see your halo le dije en mi más profunda, rasposa y vulture like voice.

“Yo,” dijo Victoria, enfática. “Yo vine five hundred miles just to see your halo.”

“Yo viajo five hundred miles cada cuatro meses.”

“Porque vivís allá. ¿O no? Ya no, ya sos neoyorquino,” y entendió las manos, burlona. “Ya sos gringo, Alejandro,” la volteé a ver desde la delgada rendija de mis parpados apretados. “Ya no tenés acento cuando hablás en inglés.”

“Sí tengo.”

“Sos gringo, Ale. Vos y tu chaqueta de cuero.”

Cruzamos la calle. Y ahí donde debería estar el Neon Buzzin’ estaba un Chipotle.

Neon Buzzin’, que estaba justo entre Little Lebowski y una pizzería de a dólar, fue reemplazado por otro de esos restaurantes “mexicanos” que parecen reproducirse como gremlins. Y es que así también es Nueva York: inesperado, caprichoso, cruel.

El Neon Buzzin’ cerró como otros cientos de comercios legendarios, generacionales. El espacio que dejó atrás cedió a la presión de los restaurantes en cadena, como otros cientos de comercios legendarios, generacionales. Pocas ventas, rentas más caras, dinero, ball and chain.
En más o menos una hora y media rodeamos el barrio. Treinta minutos de esos noventa en una tienda de bolsas, en un museo de bolsas, un bag museum. Le pregunté a Victoria si quería un helado. “¿Un café?” dijo. Paramos en Joe’s Coffee, entre 8th y 9th Street.

Pedí un latte para Victoria y un chamomille iced tea para mí. “Gringo,” me dijo, y se fue a sentar mientras yo esperaba las bebidas. Agregué una galleta de chispas de chocolate a la cuenta.

La luz ámbar de la calle entraba en pequeños rombos a través de las ventanas fragmentadas del coffee shop. Habían otras tres personas adentro del shop: un tipo solitario tecleando en su Macbook y una pareja más, detrás de nosotros, en la penumbra de una esquina mal iluminada. A pesar de la hora siempre había ruido, ruido de la gente platicando, ruido de las teclas, el café siendo triturado, los carros ocasionales que pasaban afuera.

El silencio en Nueva York es como un denso zumbido que se extiende sereno, que parece hervir. El silencio en Nueva York es más bien una misteriosa lava que burbujea con sonidos enmudecidos que vienen desde lejos. No hay un verdadero y total silencio en Nueva York. Nunca, ni pasado de media noche. Cuando parece haberlo por ahí aterriza una hoja seca, por ahí estalla el bramido de un camión de bomberos, por ahí un saxofón.

“Gracias,” dijo Victoria y recibió la bebida. “No fuimos al Blue Note.”

“Para la próxima.”

“No fuimos a ver un concierto de jazz, Alejandro. Vergüenza.”

Victoria tenía los ojos ovalados. Eran ojos flemáticos, melancólicos. Nostálgicos pero apasionados siempre.

Claro, Victoria estaba triste, yo también. Pero no era una tristeza casual, era una tristeza musical, literaria. No era un luto por despedida. Su silencio no era como cuando terminamos de ver una película y cada uno a su casa. Era un luto por estar en Nueva York juntos, y en unas horas ya no. El duelo caía sobre nosotros nota a nota. Nos hinchaba sorbo a sorbo. El tiempo era casi palpable, como visto desde un reloj de arena.

“Sabés, a veces siento que no te cuesta estar acá, solo,” dijo Victoria.

“Nunca se puede estar solo en Nueva York,” sonreí, sideways. Victoria me veía desde la altura de su apretado ceño fruncido. Le dije que no, “la verdad no, no me cuesta, la mayoría de veces.”

Cuando recién llegué a Manhattan conocí extranjeros que se quejaban de la nostalgia, que después de tres meses la melancolía pega y pega duro, que no solo es el clima o la comida, que Nueva York es una ciudad despiadada, que su gente es tenaz, brusca, abusiva. Y lo es. Pero no más que Guatemala. Igual diría yo.

“No sé, creo que me acomodo muy rápido a las situaciones,” dije mientras Victoria aspiraba de a poquitos su café con leche. “Soy más racional de lo que creo. Rápidamente agarré ritmo. Me gusta estar solo, la independencia que tengo acá y obviamente lo que estoy haciendo.”

“Pero has regresado a Guate.”

“Sí, sí. Pero también allá caigo de inmediato en la rutina de la ciudad. No ha sido un proceso difícil, ha sido más intuitivo. Acá soy un estudiante, un migrante. Allá regreso a ser un hijo. Acá no me hace falta manejar, por ejemplo. Allá, de inmediato, regreso a ser un conductor.”

“¿Te ha hecho falta estar en Guatemala, en algo específico?”

“La boda del Argueta. Cuando renunció Otto Pérez,” reí. “Cuando murió mi abuelo.”

Victoria extendió la mano, como pidiendo la mía.

“Pero, that’s the way it is,” suspiré. “Y es que tampoco soy fanático de la comida,” agregué, sonriendo. “A veces me dan ganas de un atol, o algo así, pero no.”

Nos quedamos viendo, como rendidos, como vacíos de palabras.

“Y entonces, ¿Europa, o Nueva York?” agregué, para llenar el silencio.

“¿Sabés qué pasa?” sonrió Victoria mientras miraba por la ventana. “París es bonito, Amsterdam es tranquilo y sí, tienen mucha historia, pero acá, no sé, cada esquina está llena de vida, de color, de arte, o al menos por donde hemos ido.”

Victoria hablaba con el empeño y gozo de una niña inquieta.

“Sí, tiene sectores feos, digamos. Sucios, pero no sé, tiene actitud,” me volteó a ver. “Es como Cayalá y la zona 1. Yo sé que en Cayalá es todo limpio y ordenadito, tanto que no tiene carácter. Nueva York Tiene carácter, como la zona 1.”

“¿Te imaginaste que así iba a ser?”

“Sí,” respondió. “Pero ha superado mis expectativas, por estar contigo, y no solo por estar contigo, sino porque sabés a dónde ir. Me alegra que no fuimos a la estatua de la libertad, por ejemplo,” se rió, reímos.

“De shopping.”

“Sí,”

Durante las dos semanas que Victoria estuvo en Nueva York fuimos a Rudy’s, al Central Park, a ver a Amos Lee, a Kat’z a comer comida india, a Strand, al MOMA, museos, al San Gennaro, compramos libros usados, fuimos a una expo de Dr. Seuss, halal, la fattoria del gelato, vimos a Adrien Brody y Tony Danza. Una vida entera en dos semanas.

“Comimos mucho,” dijo Victoria, río de la ironía mientras partía la galleta en dos. Cerró los ojos en gozo.

Eran las 3 menos cuarto. Antes de salir pedí dos galletas más, las últimas.

“Mucho,” se quejó Victoria.

“Una para ti y una para el camino.”

Me gustaría decir que saliendo nos topamos con un grupo de jazz callejero, que había un crooner en la esquina, o un pianista y contrabajista en un restaurante aledaño. Esa espesa melancolía que nos apretaba, densa como la miel, solo podía aliviarse con música.

Me tocó fabricar el jazz, hacerlo, inventarlo.

Tomé mi teléfono, deslizar para desbloquear, ****, Safari, Youtube, The One Who Got Away; el contrabajo cacheteaba, los dedos chasqueaban, Tom y yo –con la ceja levantada– gruñimos en dueto. Mientras, Victoria se reía de mi lento serpenteo alrededor de ella.

“¿No tenés sueño?”

“Well this gigolo’s jumping salty, ain’t no trade out on the streets.”

“Ale.”

“Half past the unlucky, and the hawk’s a front-row seat.”

Luego bailamos Drunk on the Moon, de cachetío.

Por allá, a lo lejos, las luces de Midtown, la tremenda psicodelia de Times Square se asomaba como un recio y luminoso horizonte LED. Tiene razón Victoria, Nueva York está viva. Manhattan es un pequeño continente. Para ella: una ballena. Para mí: una tortuga enorme. Una tortuga con la caparazón tallada en forma de parques y rascacielos. Una tortuga con islas, lagos y valles minúsculos. Una tortuga circense, cabaretera, luminosa. Los trenes sus tripas. La gente, hormigas. Los puentes, cadenas que la atan. Nueva York es una tortuga viva que suspira, se hincha y tiembla al norte de nuestra Mayúscula América.

Subiendo por la 9ª calle vi una tarjeta de presentación tirada en el suelo. “¿No necesitás un…” dije mientras la recogía “un asistente financiero?”

“Probablemente,” respondió Victoria, la volteé a ver. “Soy pésima para ahorrar.” Y nos carcajeamos.

A pesar de la hora varios carros zumbaban por las calles, un par de ciclistas también. El cielo estrellado de Nueva York se reflejaba en las ventanas.

“¿Lo vas a guardar?” me dijo, le dije que sí. “¿Y para qué?”

Le dije que no sabía. Le afirmé que me gustaba guardar tarjetas de los lugares a los que iba. Que tenía tarjetas de pizzerías, restaurantes, tiendas de electrodomésticos, librerías, bares, de una tienda de sombreros y dos psíquicas.

“¿Dos?”

“Dos.”

“Son como fragmentos,” dije. “Pedacitos de mi historia; recuerdos de dónde he estado, cuándo, con quién, por qué. Tal vez un día ordenando mis papeles me encuentre con esta tarjeta, me va a traer de regreso.”

Victoria se me quedó viendo como quien no sabe qué decir.

“No sé,” dije. “Tal vez algún día llame a…” le di la vuelta a la tarjeta “a Georgina H. Carter.”

Tomamos el Downtown Train en la 14 de regreso a Harlem. Doce horas después Victoria estaba de regreso en Guatemala.

We’ll meet again another day, another time.
It ain’t the leaving that’s greiving me,
but my darling who’s bound to stay behind.
Bob Dylan – Farewell

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