Por Lester Oliveros

Mi sobrina de seis años se levanta a las cinco y media de la mañana para ir al colegio. Dentro de un año empieza la primaria. Todo se le ha facilitado excepto comunicación y lenguaje. La otra tarde me senté a platicar con ella y mientras me respondía y se expresaba tan bien me pareció difícil de creer que tuviera que reforzar esa área.

Como buen tío nostálgico y extrañado, empecé a contarle que nací allá por el año 76, que hubo un buen terremoto a comienzo del año y que el presidente era un viejito pálido y desnutrido de un apellido que no tenía nada que ver con Guatemala.

Le conté que aprendí las letras en primero primaria y que no tuve que ir desde pequeño a ningún kindergarden, en vez de eso empecé en un caserón antiguo en la zona 5 que más bien parecía un orfanato español del siglo XVII, y que lo recordaba muy bien por una contradicción: saboreé allí los más exquisitos panes con frijoles y los más repugnantes almuerzos, si uno no se comía aquella papilla de trigo entero y ensalada de remolacha, la desalmada institutriz lo revolvía todo y se lo daba a los pequeños a cucharazos. En muchos casos eso llegaba hasta el vómito y la reprimenda de la encargada de esas niñeras con atuendos de enfermeras psiquiátricas. A pesar de todo recuerdo bien que en ese lugar no aprendí nada más que hacerme el enfermo para que una de esas niñeras me sobara la cabeza a la hora de la siesta, total que era una simple guardería.

Estudié la primaria en la escuela República de Nicaragua, a un costado de la inigualable iglesia donde el Padre Chemita daba unos sermones que a ratos parecieron discursos políticos condimentados con aditamentos teológicos, y según muchos fieles el párroco llegaba en ocasiones a parecer magistral, de no ser porque su fin era ser alcalde de la ciudad y como buen excomulgado parecía más bien un predicador protestante.

La escuela era un edificio de dos niveles de color amarillo. La recuerdo bien. Mi maestra era una señora delgada de carácter fuerte y piel tan blanca y arrugada que dejaba ver sus arterias. Se llamaba Amanda y me enseñó a leer y a escribir como debió haber aprendido Hitler en su nativa Alemania.

Le contaba a mi sobrina que mi abuela me había ayudado a escribir el número 2 que por alguna razón que aún ignoro, no lo entendía mi mano. Uno de mis tíos me enseñó a leer sin hacer trampas. En una ocasión me mostró una imagen y me preguntó lo de siempre, qué leía debajo de la imagen, yo vi el gusano y dije gusano, pero en realidad debajo estaba escrito oruga.

Como a los once o doce años encontré entre los libros de mi tío, a Oliver Twist de Charles Dickens y de allí en adelante me acabé la librera. Uno de mis amigos me prestó Los Miserables y por todo un año lo leí como cuatro veces de pasta a pasta. Hasta ese entonces no había leído a nadie mejor que a Víctor Hugo. Tenía tanta curiosidad que me quedaba de noche leyendo con una vela, mientras mi mamá y mis hermanos dormían. Yo me desvelaba con Emilio Salgarí entre la selva, en globo, peleando entre las enredaderas del nuevo mundo que yo también descubría como mío. Fue una época emocionante y maravillosa en la que sorteaba mis lecturas con la escuela, la familia y la Biblia. Fui criado bajo las enseñanzas pentecostales, no es de extrañar que mi primer libro fuera una glosolalia disléxica que más se parecía al hablar en lenguas que a un discurso interior surrealista.

Todo esto lo escuchaba mi sobrina, a la que le suavizaba las vivencias con bromas simples, como lo baboso que era para contemplar las estrellas todas las noches en la casa de inquilinos de mi abuela materna. Por allí fue donde salió una vez un mí amigo y me llevó el mayor descubrimiento del mundo: un telescopio de verdad. Otra de las inquilinas, una niña de ojos esplendidos y sonrisa infantil me contó que en casa de su abuela los duendes sacaban los platos de la alacena y los ordenaban en la mesa del comedor todas las noches. Yo le creí inmediatamente. Creo que pasaron muchas cosas y años, digamos veinte…, yo ya tenía treinta y siete y un libro que presentaba en las manos mientras firmaba un autógrafo en Sophos Fontabella, cuando alguien me tocó el hombro y me preguntó: te recordás de mí. Era ella, Gabriela, pero no la reconocí, el brillo de sus ojos apagado, el pelo cenizo y la sonrisa de nada. Me alegré de saludarla y le dije a quema ropa que me acordaba tanto de sus historias de a mentiras y que si, ese libro que tenía en la mano era sobre ese mundo, era sobre toda la edad de la felicidad.

Los niños de ahora deben encontrar también un mundo anómalo, y deberían amarlo y redescubrirlo reinventándolo. Hace poco le dije a una amiga que la que en realidad me había enseñado algo valioso sobre la literatura fantástica había sido mi madre, la que nos llevaba de la casa de la abuela a la nuestra por toda la zona 5. Ella nos decía con la misma cara que Gabriela me contó sobre los duendes y Charles Dickens me contó sobre Oliver Twist, que íbamos a acortar las calles para no cansarnos tanto, pero era la misma distancia, siempre la misma distancia que se acortaba por el poder de la palabra.


Lester Oliveros (Guatemala, 1976). Actualmente trabaja de freelance para Editorial Santillana, es editor y fundador de la Editorial Cartonera Maximón. Ha publicado “Deliriosaurios” (2011), “Venados & Jaguares” (2013) y ahora trabaja en su novela proscrita “Crónicas Suicidas”.

“Le contaba a mi sobrina que mi abuela me había ayudado a escribir el número 2 que por alguna razón que aún ignoro, no lo entendía mi mano. Uno de mis tíos me enseñó a leer sin hacer trampas.”

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