Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Una de las verdades escalofriantes con las que el hombre se enfrenta más de alguna vez en su vida, es la de darse cuenta de que el tiempo se filtra a través de su carne y de sus huesos como una exhalación, con la velocidad y certeza con que se parte con el hacha más contundente el árbol vigoroso. Y lo más sarcástico e irónico de ello es que al principio de nuestros días (acaso durante los primeros treinta y cinco o cuarenta años) tal reflexión nos parece destinada a otros pero no a nosotros. A otros quizá más viejos o más acabados. A otros que quizá estén más cerca de la muerte como si todos no la tuviésemos tomada de la mano desde el momento mismo en que gemimos por primera vez.

Sin embargo, hay muchos que no toman conciencia de la íntima relación entre tiempo y muerte o se colocan un antifaz ante estos dos lúgubres amantes para no verlos en su descarnadura brutal. Y ser arrastrados por ellos ¡súbitamente!, como la traicionera ola que nos ahoga sin habernos dado cuenta de que nos pretendía en la mar borrascosa.

Pero ¡de pronto!, como un tajo en nuestro centro llega la verdad irreversible de la velocísima fluidez del tiempo que nos acerca con su grotesca carrera la mortal presencia. Todo, absolutamente todo mientras no reflexionemos en el tiempo, es tiempo perdido porque todo lo realizamos con vacuidad, liviandad y frivolidad. Sin embargo, al dejar que enraíce en nosotros la reflexión sobre los dos amantes sombríos –sobre la terrible pareja tiempo y muerte- nuestra conducta da un vuelco tan violento que, cuando volvemos a ver hacia atrás, ni nosotros mismos nos reconocemos.

Como Dante al escribir “La divina comedia”, también Proust entre los treinta y los treinta y cinco años tomó conciencia del tiempo perdido y se dedicó a crear una novela de novelas o un ciclo de ellas bajo un mismo acápite: “En busca del tiempo perdido”. Tiempo perdido en que se burló de los años y cantó como la intrascendente cigarra; en que desfiló de salón en salón social del más bombástico y aristocrático París de la belle epoque y en que se cambió de atuendo hasta cinco o seis veces al día para cumplir con los diversos compromisos que la sociedad evanescente y refinada en que estaba inmerso le exigía.

Por eso es que Proust -en su luengo cantar- narra casi sólo acciones humanas absurdamente superficiales, en sustitución y para compensar hechos fundamentales y trascendentes de los que la mayoría de las vidas están desprovistas pero –y gracias a la plenitud formal de su poética prosa tan refinada como su vida- torna y transustancia lo liviano y ordinario en trascedente y necesario. El tiempo perdido por el tiempo recobrado.

Proust niega el tiempo y la muerte en su narrar porque había perdido frívolamente al primero (según él lamentablemente entre las carcajadas de una sociedad que decaía y de lo cual se daba perfectamente cuenta) y había estado rodeado desde su infancia de la segunda: enfermo inveterado –con clarísimos rasgos de hipocondría- siempre en la creencia de que, un día u otro, vendría la muerte hasta su lecho de asmático y se lo llevaría sin causar extrañeza a nadie.

Cuando se da cuenta de eso –hacia los treinta y dos o treinta y tres años- deja de hacer traducciones –de Ruskin especialmente en torno a las catedrales góticas- y merma la producción de brillantes crónicas socioculturales en Le Figaro para otear la obra que pronto iba a comenzar a escribir: “A la búsqueda del tiempo perdido” (“Por el camino de Swann”) para recobrarlo y burlarse de la muerte con la inmortalidad que él sabía bien que había conquistado. Mediante la obra narrativa más profunda del siglo XX (por el camino de Freud) nacida de la más absoluta superficialidad social. Por eso es que a Nietzsche no le extraña que el bien salga del mal.

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