AMOR EN STENDHAL
[EL AMOR VISIONARIO]

Stendhal tenía la cabeza llena de teorías; pero no tenía las dotes de teorizador. En esto, como en algunas otras cosas, se parece a nuestro Baroja, que sobre todo asunto humano reacciona primero en forma doctrinal. Uno y otro, mirados sin la oportuna cautela, ofrecen el aspecto de filósofos descarriados en la literatura. Y, sin embargo, son todo lo contrario. Basta con advertir que ambos poseen una abundante colección de teorías. El filósofo, en cambio, no tiene más que una.

Este es el síntoma que radicalmente diferencia al temperamento teórico verdadero del que sólo lo es en apariencia. El teorizador llega a la fórmula doctrinal movido por un afán exasperado de coincidir con la realidad. A este fin usa de infinitas precauciones, una de ellas la de mantener en rigorosa unidad y cohesión la muchedumbre de sus ideas. Porque lo real es formidablemente uno. ¡Qué pavor sintió Parménides al descubrirlo! En cambio, nuestra mente y nuestra sensibilidad son discontinuas, contradictorias y multiformes.

En Stendhal y Baroja, 1a doctrina desciende a mero idioma, a género literario que sirve de órgano a la emanación lírica. Sus teorías son canciones. Piensan «pro» o «contra» -lo que nunca hace el pensador-: aman y odian en conceptos. Por eso sus doctrinas son muchas. Pululan bactéricamente, dispares y antagónicas, cada una engendrada por la impresión del momento. A fuer de canciones dicen la verdad, no de las cosas, sino del cantor. Con esto no pretendo insinuar censura alguna. Ni Stendhal ni Baroja ambicionan, en general, ser filiados como filósofos; y si he apuntado ese aspecto indeciso de su carácter intelectual, ha sido no más que por sentir la grande delicia de tomar a los seres según son. Parecen filósofos. Tant pis! Pero no lo son. Tan mieux!

El caso de Stendhal es, no obstante, más arduo que el de Baroja, porque hay un tema sobre el cual quiso teorizar completamente en serio. Y es, por ventura, el mismo tema que Sócrates, patrón de los filósofos, creía de su especialidad. Ta erotiká: las cosas del amor. El estudio De l’amour es uno de los libros más leídos. Llega uno al gabinete de la marquesa o de la actriz o, simplemente, de la dama cosmopolita. Hay que esperar unos instantes. Los cuadros -¿por qué es inevitable que haya cuadros en las paredes?- absorben primero nuestra mirada. No hay remedio. Y casi siempre la misma impresión de capricho que nos suele producir la obra pictórica. El cuadro es como es; pero lo mismo podía haber sido de otra manera. Nos falta siempre esa dramática emoción de topar con algo necesario. Luego, los muebles, y entre ellos, unos libros. Un dorso. ¿Qué dice? De l’amour. Como en casa del médico el tratado de las enfermedades del hígado.

La marquesa, la actriz, la dama cosmopolita aspiran indefectiblemente a ser especialistas en amor y han querido informarse, lo mismo que quien compra un automóvil adquiere en complemento un manual sobre motores de explosión. El libro es de lectura deliciosa. Stendhal cuenta siempre, hasta cuando define, razona y teoriza. Para mi gusto, es el mejor narrador que existe, el archinarrador ante el Altísimo. Pero ¿es cierta esta famosa teoría del amor como cristalización? ¿Por qué no se ha hecho un estudio a fondo sobre ella? Se la trae, se la lleva y nadie la somete a un análisis adecuado. ¿No merecía la pena? Nótese que, en resumen, esta teoría califica al amor de constitutiva ficción.

No es que el amor yerre a veces, sino que es, por esencia, un error. Nos enamoramos cuando sobre otra persona nuestra imaginación proyecta inexistentes perfecciones. Un día la fantasmagoría se desvanece, y con ella muere el amor. Esto es peor que declarar, según viejo uso, ciego al amor. Para Stendhal es menos que ciego: es visionario. No sólo no ve lo real, sino que lo suplanta. Basta mirar desde fuera esta doctrina para poder localizarla en el tiempo y en el espacio: es una secreción típica del europeo siglo XIX. Ostenta las dos facciones características: idealismo y pesimismo. La teoría de la «cristalización» es idealista porque hace del objeto externo hacia el cual vivimos una mera proyección del sujeto.

Desde el Renacimiento propende el europeo a esta manera de explicarse el mundo como emanación del espíritu. Hasta el siglo XIX ese idealismo fue relativamente alegre. El mundo que el sujeto proyecta en torno suyo es, a su modo, real, auténtico y lleno de sentido. Pero la teoría de la «cristalización» es pesimista. En ella se tiende a demostrar que lo que consideramos funciones normales de nuestro espíritu no son más que casos especiales de anormalidad. Así, Taine quiere convencernos de que la percepción normal no es sino una alucinación continuada y colectiva.

Esto es típico en la ideología de la pasada centuria. Se explica lo normal por lo anormal, lo superior por lo inferior. Hay un extraño empeño en mostrar que el Universo es un absoluto quid pro quo, una inepcia constitutiva. El moralista procurará insinuarnos que todo altruismo es un larvado egoísmo. Darwin describirá pacientemente la obra modeladora que la muerte realiza en la vida y hará de la lucha por la existencia el máximo poder vital. Parejamente, Carlos Marx pondrá en la raíz de la historia la lucha de clases. Pero la verdad es de tal modo opuesta a este terco pesimismo, que acierta a instalarse dentro de él sin que el pensador amargo lo advierta. Así en la teoría de la «cristalización». Porque en ella, a la postre, se reconoce que el hombre sólo ama lo amable, lo digno de ser amado. Mas no habiéndolo -a lo que parece- en la realidad, tiene que imaginarlo.

Esas perfecciones fantaseadas son las que suscitan el amor. Es muy fácil calificar de ilusorias las cosas excelentes. Pero quien lo hace olvida plantearse el problema que entonces resulta. Si esas cosas excelentes no existen, ¿cómo venimos a noticia de ellas? Si no hay en la mujer real motivos suficientes para provocar la exaltación amorosa, ¿en qué inexistente ville d’eaux hemos conocido a la mujer imaginaria capaz de enardecemos? Se exagera, evidentemente, el poder de fraude que en el amor reside. Al notar que a veces miente calidades que, en realidad, no posee el ser amado, debíamos preguntarnos si lo falsificado no es más bien el amor mismo.

Una psicología del amor tiene que ser muy suspicaz en punto a la autenticidad del sentimiento que analiza. A mi juicio, lo más agudo en el tratado de Stendhal es esta sospecha de que hay amores que no lo son. No otra cosa significa su ilustre clasificación de las especies eróticas: amour-goat, amour-vanité, amourpassion, etc. Es harto natural que si un amor comienza por ser él falso en cuanto amor, lo sea todo en su derredor y especialmente el objeto que lo inspira. Sólo «el amor-pasión» es legítimo para Stendhal.

Yo creo que aún deja demasiado amplio el círculo de la autenticidad amorosa. También en ese «amor-pasión» habría que introducir especies diferentes. No sólo se miente un amor por vanidad o por gout. Hay otra fuente de falsificación más directa y constante. El amor es la actividad que se ha encomiado más. Los poetas, desde siempre, lo han ornado y pulido con sus instrumentos cosméticos, dotándolo de una extraña realidad abstracta, hasta el punto de que antes de sentirlo lo conocemos, lo estimamos y nos proponemos ejercitarlo, cómo un arte o un oficio. Pues bien: imagínese un hombre o una mujer que hagan del amor in genere, abstractamente, el ideal de su acción vital. Seres así vivirán constantemente enamorados en forma ficticia. No necesitan esperar que un objeto determinado ponga en fluencia su erótica vena, sino que cualquiera servirá para el caso. Se ama el amor, y lo amado no es, en rigor, sino un pretexto. Un hombre a quien esto acontezca, si es aficionado a pensar, inventará irremediablemente la teoría de la cristalización. Stendhal es uno de estos amadores del amor. En su libro reciente sobre La vida amorosa de Stendhal, dice Abel Bonnard: «No pide a las mujeres otra cosa que autorizar sus ilusiones. Ama con el fin de no sentirse solo; pero, en verdad, se fabrica él solo las tres cuartas partes de sus amores.» Hay dos clases de teorías sobre el amor. Una de ellas contiene doctrinas convencionales, puros tópicos que se repiten, sin previa intuición de las realidades que enuncian. Otra comprende nociones más sustanciosas, que provienen de la experiencia personal. Así en lo que conceptualmente opinamos sobre el amor se dibuja y revela el perfil de nuestros amores. En el caso de Stendhal no hay duda alguna. Se trata de un hombre que ni verdaderamente amó ni, sobre todo, verdaderamente fue amado. Es una vida llena de falsos amores. Ahora bien: de los falsos amores sólo puede quedar en el alma la melancólica advertencia de su falsedad, la experiencia de su evaporación. Si se analiza y se descompone la teoría stendhaliana, se ve claramente que ha sido pensada del revés; quiero decir que el hecho culminante en el amor es para Stendhal su conclusión. ¿Cómo explicar que el amor concluya si el objeto amado permanece idéntico? Sería preciso más bien suponer -como hizo Kant en la teoría del conocimiento- que nuestras emociones eróticas no se regulan por el objeto hacia que van, sino al contrario: que el objeto es elaborado por nuestra apasionada fantasía. El amor muere porque su nacimiento fue una equivocación. Chateaubriand no hubiera pensado así, porque su experiencia era opuesta. He aquí un hombre que -incapaz de sentir el amor verdaderamente- ha tenido el don de provocar amores auténticos. Una y otra y otra han pasado junto a él y han quedado súbitamente transidas de amor para siempre. Súbitamente y para siempre. Chateaubriand habría forzosamente urdido una doctrina en la cual fuera esencial al amor verdadero no morir nunca y nacer de golpe.

Artículo anteriorUcrania: Rusia toma planta nuclear; fuego no lanza radiación
Artículo siguienteBrendaCarol Morales