Cuando los sabios oradores hacen el encomio de los caídos en la guerra…. con los ornamentos de un bello lenguaje embrujan nuestras almas.

De múltiples maneras celebran a la ciudad, a los caídos en el combate, a los antepasados de otro tiempo y a los que aún vivimos; de tal suerte, que yo, ¡oh Menexeno!, me siento, ante sus elogios, en las más elevadas disposiciones; y todas las veces me quedo allí embelesado escuchándolos, figurándome instantáneamente más grande, más noble y más hermoso.
Y como, según mi costumbre, estoy siempre acompañado de extranjeros que escuchan atentamente el discurso conmigo, a sus ojos adquiero inmediatamente más dignidad, porque me parece que ellos experimentan esos mismos sentimientos hacia mí como hacia el resto de la ciudad; ellos la juzgan más admirable que antes por influjo persuasivo del orador. Y, por lo que a mi concierne, conservo esa dignidad más de tres días, con tal eco penetran en mis oídos las palabras y el tono del orador, que apenas vuelvo a mi sentido el cuarto o el quinto día y tomo conciencia del lugar en que estoy, hasta entonces me creo, o poco menos, que habito en las islas de los bienaventurados…

(Menexeno 234c-235c).

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