Claudia Escobar. PhD.
claudiaescobarm@alumni.harvard.edu

A mediados de los años 70, después de la muerte de Franco, España pasaba por una crisis social, económica y jurídica. A pesar que la guerra civil había concluido muchos años atrás, las heridas de la guerra seguían frescas, la división entre sectores era abismal y la desconfianza entre corrientes políticas insondable (cualquier parecido con la realidad guatemalteca actual es mera coincidencia). En ese contexto, el liderazgo de Alfonso Suárez permitió que los sectores tradicionalmente enfrentados se sentaran a dialogar y buscaran un acuerdo perdurable en temas económicos, políticos y jurídicos.

Los acuerdos suscritos en octubre del año 1977 entre los representantes de los principales partidos políticos, las asociaciones de empresarios y los sindicatos, que posteriormente fueron ratificados por el Congreso y el Senado, son conocidos como los “Pactos de la Moncloa”. Estos sirvieron para sentar las bases de una democracia participativa e inspiraron la nueva constitución española sometida a referéndum en diciembre de 1978 y ratificada por un 87% de votantes.

Al apostar por un régimen de legalidad, España se encaminó por la vía del desarrollo. Se transformó de un país con graves problemas económicos y sociales, en el que la población se veía obligada a emigrar a otros países europeos más desarrollados, a ser un país próspero para todos sus habitantes. Como muchas veces dice Ballbé: “Pasó de ser el último vagón del tren, a ser su locomotora”.1 En el año 1985 dicha nación fue admitida en la Comunidad Económica Europea (hoy Unión Europea) y por cinco años seguidos alcanzó el mayor crecimiento económico de toda la Comunidad.

Salvando las distancias, hoy en Guatemala estamos ante una enorme crisis institucional, los niveles de polarización están llegando a límites extremos, la corrupción ha debilitado a los tres organismos del Estado y la pobreza ha aumentado. Además, el debate político sobre la propuesta de la reforma constitucional, en especial el tema del reconocimiento indígena, ha ocasionado que la izquierda y la derecha tomen posiciones contrapuestas que nos impiden avanzar. En medio se encuentra una población indiferente, temerosa de los cambios o escéptica de que las modificaciones legales tengan un efecto directo en su vida cotidiana.

A pesar de que el año pasado se llevaron a cabo mesas de diálogo para debatir sobre una propuesta de reforma, no existe un acuerdo sobre los cambios que debe sufrir la Constitución. Esto ha permitido que diversos sectores y organizaciones traten de incidir en los diputados y que se pierda el espíritu que motiva la reforma; que es el fortalecimiento de las instituciones del sector justicia. Pero lo cierto es que ante la problemática actual debemos buscar una solución que nos permita crear las condiciones para que el Sistema de Justicia se transforme.

Las normas constitucionales deben ser los cimientos sobre los que se construya todo un entramado legal, que le dé solidez a nuestro ordenamiento jurídico. Necesitamos diseñar la ruta por donde queremos se encamine el futuro de nuestra nación. Es momento de que los distintos sectores asuman la responsabilidad de debatir sobre la reforma constitucional y busquen acuerdos. Recordemos las palabras del político español Adolfo Suárez: «Busquen siempre las cosas que les unen y dialoguen con serenidad y espíritu de justicia sobre aquellas que les separan.»

1 Manuel Ballbé. Profesor de derecho administrativo. Universidad Autónoma de Barcelona.

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