Claudia Escobar. PhD.
claudiaescobarm@alumni.harvard.edu

El día sábado 21 de enero, Washington despertó con el sonido de miles y miles de pies que entusiastas marchaban hacia la explanada del Mall. Desde los cuatro puntos cardinales de Estados Unidos llegaron buses, trenes y aviones cargados de mujeres, algunas acompañadas por sus parejas e hijos, que decidieron acudir a la protesta conocida como «Women’s March on Washington».

Cuando desde Hawaii a través de Facebook, la abogada retirada Rebecca Shook, invitó a las mujeres a manifestar, no podía predecir el impacto de su mensaje. Según ella relata, nunca imaginó que su propuesta se fuese a materializar. Su deseo era encontrar una forma de expresar la frustración que sentía al saber que el candidato electo para presidente de su país, era un individuo que en sus discursos había roto todas las reglas del decoro y ofendido la dignidad de las mujeres, con comentarios sexistas; se había expresado abiertamente en contra de los migrantes (principalmente latinos y musulmanes); hablaba con desprecio de los afroamericanos y otros grupos minoritarios. Pero en menos de 24 horas más de 10 mil personas habían atendido su llamado y confirmado su asistencia. Se calcula que medio millón de personas asistieron a la Marcha de las Mujeres en Washington y muchas más en otras ciudades del mundo.

Vivir en Washington en tiempos de elecciones es una experiencia que resulta interesante. Estando en la ciudad no faltaba quien me invitará a la Marcha, pero a decir verdad no me motivaba participar. Pretextos para no acudir sobraban: no había quien cuidara a mi niña pequeña; me desagradan las aglomeraciones y siendo extranjera el participar en una protesta en contra de un presidente electo legítimamente, por muy válidos que fueran los reclamos, me parecía fuera de lugar. Como decimos en buen chapín: «Yo no tengo vela en ese entierro».

Sin embargo, unos días antes me llamó mi hija mayor para anunciarme que llegaría a Washington para participar en la Marcha y me pidió que la acompañara. Me expresó su punto de vista, desde la vivencia de una joven que tiene la ventaja de participar activamente en la vida política tanto en Estados Unidos, como en Guatemala, por tener doble nacionalidad. Pensé en mi hija pequeña y en el mundo que quisiera para ella. Pensé en las mujeres que huyen de la violencia y se refugian como migrantes en otros países. Pensé en todas las niñas y jóvenes que son abusadas verbal, física y emocionalmente. Y sobre todo recordé el trabajo que mi madre realizó por muchos años en defensa de los derechos de las mujeres y las niñas de mi país. Su lucha en contra de la violencia intrafamiliar, que en nuestro país afecta principalmente a las mujeres. Y entonces decidí dejar la apatía a un lado, vestirme de fucsia y unirme a la marcha liderada por mujeres que buscan ser respetadas, valoradas y escuchadas.

Hay verdaderas tragedias que cada día viven las mujeres guatemaltecas, que no se pueden ignorar. Cuando leo que el año pasado nacieron más de 27 mil bebés de niñas y jóvenes menores de 18 años; que el Ministerio Público documentó casi 3 mil violaciones de niñas entre los 10 y los 14 años; que un millón y medio de jóvenes adolescentes no tienen acceso a educación básica, pienso que en Guatemala necesitamos muchas, pero muchas Marchas de Mujeres, que levanten su voz para hacer que nuestros gobernantes despierten y se den cuenta que las mujeres también tienen derechos.

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