Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Edmundo Enrique Vásquez Paz

 

Muchas veces, el mal uso de ciertas expresiones que tienen un significado reconocido oficialmente por la lengua puede llevar a confusiones inesperadas. Este es el caso cuando una persona emplea un vocablo que regional o generacionalmente tiene una acepción que difiere de lo aceptado oficialmente y lo escucha alguien que no es de allí o no pertenece a esa generación. Estos “otros” no van a entender el significado de una manera completa.

Ejemplos de lo anterior, hay muchos. Sobre todo, en un espacio tan amplio como lo es el del conjunto de los países hispanohablantes y el gran número de personas que comparten la lengua castellana. Generalmente, no resulta tan problemático convivir con este fenómeno pues, para los que se confrontan con los usos que les son extraños, al cabo de escuchar con frecuencia el nuevo vocablo, llegan a intuir su significado y lo entienden. Así como los niños aprenden los idiomas.

Menciono, a título de ejemplo, el uso de la expresión “huevón” que, para un chileno, puede significar “tipo” o “tío” en contraste con, por ejemplo, un centroamericano que lo usa para designar a un haragán, a un perezoso;…

Muchas veces, el término se substituye por uno equivalente, de carácter criollo o local y, entonces, pues no ha pasado nada… Como en el caso de las localidades en que, para “arrecho”, se emplea el término “caliente”.

Problemático es cuando este fenómeno se presenta como un uso que enajena al que lo emplea -esto es, lo aleja del significado y le roba el sentimiento que la expresión implica en su versión original-.  Esto se da, cuando la expresión “mal empleada” no se substituye por una que la compense o suplante.

Cito un ejemplo. ¿No le parece, apreciado lector, que representa una increíble pérdida para la conciencia y los valores de cualquier individuo -y para una sociedad- acostumbrarse a reconocer que a un funcionario se le puede calificar de “bueno” porque durante su gestión “no robó mucho” y despojarse así de un término que debería servir para calificar objetivamente un desempeño y poder discutir en grupo?

Continúo esta mi divagación, refiriéndome a un uso idiomático que se hace en Guatemala y que me llama mucho la atención -por las implicaciones que pienso que tiene no sólo en las personas que hacen uso de él sino que en el alma del colectivo-. Se trata de la repetida fórmula “me siento orgulloso de…”. En mi interior, algo me dice que en muchas ocasiones está mal empleada y que tiene un significado inadecuado el expresarla y el repetirla. Siento en mí una sensación extraña; de rechazo y de enojo. A la vez.

Sin muchos otros recursos además de un diccionario de la RAE y unas breves consultas a fuentes alternativas, llego a la conclusión de que la aplicación de la expresión “sentirse orgulloso de” referida a un “algo” dado por un tercero; un “algo” que no contiene ningún aporte personal o del grupo al que pertenece esa persona actualmente o hayan pertenecido sus antepasados, está intrínsecamente mal. Si no está dado que ese “algo” contenga un aporte propio, no es concebible que pueda tener el efecto de hacer sentir bien, satisfecha u honrada (“orgullosa”) a esa persona.

Muchos pensarán que mi percepción es tediosa y que tiene poco sentido. Yo pienso que no. “Estoy orgulloso del Lago de Atitlán” se escucha; en tanto que el referido cuerpo de agua se encuentra ya en un proceso de eutroficación que hace augurarle un destino similar al del Lago de Amatitlán para dentro de no muy largo tiempo. ¿Qué sensación de orgullo -me pregunto yo- puede tener una persona en relación con algo caído del cielo (un hermoso lago, un majestuoso volcán)? ¿Algo que tiene allí, enfrente, imponente, precioso, pero a cuya belleza no ha contribuido y que, además, no pretende preservar?

Resulta raro escuchar que alguien exprese sentirse orgulloso de alguno de los tantos logros de carácter nacional que se pueden atribuir a ingenios colectivos, a esfuerzos desde el desempeño de tareas o de oficios que son comunes a los guatemaltecos y en los cuales ese “alguien” sí se podría sentir como una parte constituyente. Me refiero, por ejemplo, a la manera en que se ha sabido preservar algún monumento (caso de la Antigua Guatemala, con una ley para su protección; de las ruinas prehispánicas; de los museos que existen en el país, …); la forma en que se ha sabido mantener un buen nivel de destrezas en el ejercicio de un determinado oficio (en el caso de la construcción de terrazas para cultivar esas hortalizas que aprovisionan a nuestros países vecinos  o de la construcción moderna en general, en donde el nivel del diseño arquitectónico, del cálculo de estructuras y de la misma albañilería y el acabado gozan de reconocimiento a nivel regional -centroamericano-). O en el caso de la gastronomía, que es un “algo” de construcción regional o nacional a lo largo del tiempo; las tantas tradiciones bien cultivadas -como el caso de la celebración de la Semana Santa-; la Constitución de la República; los Acuerdos de Paz; el concepto que subyace a la creación del IGSS (que es ejemplar en su diseño aunque lo hayamos abandonado… ¡mal del que padecemos!); lo que llegó a ser la Usac a nivel regional hasta hace relativamente pocas décadas (y, nuevamente, hemos dejado en el abandono; similar a los casos del ferrocarril, los hospitales nacionales y regionales, así como los tantos puentes a los que no se les da mantenimiento y terminan colapsando… Todo, abandonado, quizá por no sentirlo propio).

Siento que todo esto tiene una relación muy directa con esa gran pregunta que nos deberíamos plantear muy, muy en serio: Guatemala, ¿es un país o es un paisaje?  Probablemente, en el imaginario de la gran mayoría, somos eso último: “un paisaje”. Nos gusta tomar fotos de lo que ha regalado el Creador, de la naturaleza y de los fenómenos naturales espectaculares para unos y catastróficos para otros; y lucirlas. Seguramente porque sólo vemos aquello que consideramos “cosas” e ignoramos lo humano y sus creaciones. No vemos ni apreciamos el valor humano agregado a todo lo que vemos afuera de nosotros mismos como individuos aislados. Desdeñamos las creaciones colectivas; que es en lo que se fundamenta el sentimiento de nación.

En definitiva, lo que hay que propiciar es el surgimiento de un auténtico “sentimiento de ser nosotros”. Y dado que somos diversos -una riqueza que debemos entender como “nuestra” y no solo para venderla a los demás-, ese sentimiento debería ser, así como lo escuché o lo leí de alguien: “el sentimiento de ser una mazorca de maíz conformada por granos de diferente matiz -que son y representan el verdadero alimento y riqueza de esa mazorca- constituidos alrededor de un solo y robusto elote -el sustento que amalgama y le da consistencia y forma ese todo-”.

Debemos reconocer que despreciamos la actitud crítica frente a lo indeseable (por ejemplo, la crítica a los orígenes y las causas de la ignorancia, de la enfermedad y de la pobreza), y entender que esa actitud no es sana. Inconscientemente pensamos que, al ver o notar una imperfección o un defecto y al externarlo, estamos cometiendo un crimen de lesa nacionalidad… Creemos que, con ello, estamos algo así como dotando a lo indeseable de vida maligna, y de una energía tal que nos va a avasallar… No entendemos que solo si reconocemos lo inadecuado o inaceptable como tal, estaremos en condiciones de criticarlo y ponernos de acuerdo en el cómo corregir, en el cómo mejorar. Es exactamente lo que le ocurre a un adicto: no es sino hasta que reconoce cuál es su mal y se decide a enmendar, que puede pensar en sanarse.

 

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