Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Quizá alguna vez fuimos inocentes.  Nos lo sugirió Rousseau.  Puede que en los albores del tiempo -cuando ni siquiera lo mediamos- viviéramos sin pretensiones, sujetos al día a día, sin estrés, pidiendo a Dios, salud, protección y hasta felicidad.  ¿Se imagina?, sin el peso de los códigos morales ni la losa de la jubilación: cándidos.  Así era, probablemente, el ecosistema primitivo.

Por lo visto, sin embargo, fuera de todo sentimentalismo, decidimos abandonar lo que quizá era auténtico para ingresar a la civilización.  Y henos aquí, bárbaros posmodernos, con grilletes, capturados por la tecnología, acosados por la presión del trabajo, pagando el precio por el acceso a un mundo que siempre nos resultará ajeno.

Hemos emigrado y la experiencia no ha sido gozosa.  ¿Que el estado originario no era tan bucólico como a veces lo pintamos? Sin duda.  Pero tenemos que reconocer que no hemos mejorado sustancialmente.  Las promesas del progreso, la garantía de una vida digna (con salud, educación, acceso a la alimentación, a la vivienda y el agua), el disfrute del ocio y la ventura de sentirnos libres, han quedado incumplidas.

Así, el hombre -y la mujer- primitivo que somos es doblemente infeliz.  Primero porque salimos de la candidez que nos ofrecía las condiciones de simplicidad, luego por el sentimiento de ser extranjeros, distanciados de lo que nos pertenecía en un mundo caracterizado por la muerte.  Dicho esto, es obvio que en esta situación nunca podremos ser felices aunque se nos diga lo contrario.

Queda solo la dispersión y, por fortuna, para eso está el mercado.  La civilización es también -o quizá sobre todo- un gran supermercado.  Lo que priva son las leyes de la oferta y la demanda.  Los reyes de la puesta en escena son los mercadólogos que inventan formas de distracción para hacernos creer que la dicha es posible, siempre que la compremos, claro.  De esa manera vivir es comprar, comer, consumir, disfrutar… potenciar los sentidos para vivir a tope.

En fin, en el fondo sabemos que “todo está perdido”: no hay Paraíso, dioses ni vida postrera.  Al tener solo el aquí y el ahora, la máxima es hartarnos (cuando se pueda), satisfacernos porque no hay vuelta atrás, estamos extraviados, cometimos un error que es imposible redimir.  Somos espíritus frustrados sin salida, abandonados en consecuencia al consumo, el espectáculo y la diversión.  Horrorizados perennemente por el dolor -ahora magnificado también como producto de la mercadotecnia que promete evitárnoslo-.

Quizá haya solo una salida, salir de la lógica del mercado, renunciar al capitalismo, no solo como sistema, sino como discurso que nos invade en lo íntimo: el egoísmo y la falta de empatía.  No, es imposible recuperar la inocencia, pero sí el cultivo de lo sencillo, reinventarnos entre el asfalto a través de una moral que privilegie el asombro, el amor al prójimo y el rechazo a la avaricia.  Dar la espalda a la acumulación de bienes y, renunciando a lo material, refundar una espiritualidad que nos haga recobrar la dignidad perdida frente a la vulgaridad de la vida civilizada.

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