Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Hubo una época en la que solía escucharse con frecuencia esa suerte de reproche con respecto al uso excesivo, prolongado, del teléfono: “el teléfono se creó para acortar distancias, no para alargar conversaciones”, se decía. Palabras que parecieran haberse olvidado con el aparecimiento de ese pequeño artilugio tecnológico que ahora es capaz de almacenar cientos de datos (si no miles o millones) y aplicaciones que en muchos casos parecieran haber pasado incluso a formar parte de nuestros propios cuerpos: el teléfono móvil. Vino a mi mente aquello en virtud de la espera en la que me encontraba, en el área de servicio al cliente, en una agencia bancaria en la que sólo necesitaba realizar una consulta pero para lo cual debía esperar mi turno, como es justo. Una máquina extendía pequeñas boletas con un número impreso según se presionara en la pantalla digital de la parte superior de aquel novedoso armatoste colocado cerca de la entrada. Yo tenía el número 46, y apenas iba el 28. La espera, como es de imaginar, tomaría algo de tiempo. Un par de días antes intenté realizar la misma consulta vía telefónica. Después de marcar los cuatro dígitos del PBX y escuchar la clásica lista de: “si desea comunicarse con… marque uno; si desea contactar con… marque dos; si desea solicitar… marque tres”… Y así, sucesivamente, escuchando opciones y marcando números, finalmente esa vocecita mecánica me indica que mi llamada será dirigida a un encargado de servicio al cliente (al fin), quien después de una nueva espera escuchando música desconocida y publicidad del banco, y ser advertido de que mi llamada podía ser grabada por razones de control de calidad, me atiende con esa evidente actitud aprendida con base en instrucciones que al cliente hacen rayar a veces en un paroxismo digno de una dosis de ansiolíticos, sobre todo cuando al final de una infructuosa conversación y con una educación que también es mecánica y también sigue un libreto previamente aprendido, te dicen: “lo siento, para realizar esa diligencia tiene que acudir personalmente a una de nuestras agencias”… Y bueno. Heme allí, en espera del turno 46 para ser atendido, preparándome ante el discurso de lo incierto en ese mar de monotonía que a veces supone la realización de una sencilla pregunta… Afortunadamente, en la pantalla que parece observarme desde la pared (aunque en realidad soy yo quien observa la pantalla, observado -eso sí- por cámaras estratégicamente colocadas), ya aparece el número 29… Unos cuantos turnos más y podré realizar mi consulta cuya respuesta no pude obtener por teléfono.

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