José Manuel Monterroso Padilla
Académico Universitario

Ante la inevitable pregunta ¿qué más se puede decir o escribir sobre la obra y persona de Gabriel José de la Concordia García Márquez, el gran representante del boom de la literatura latinoamericana, el nobel y autor de tan imponente narrativa?, surge una posible respuesta: todo lo que se escriba sobre él será una redundancia. Aunque esta respuesta fuera tautológicamente verdadera, no evita que, a cuatro años de la muerte de tan notable escritor, acaecida un 17 de abril, pero del año 2014, siga vivo en sus escritos y, de manera especial, en sus cuentos y novelas.

En esta ocasión, para evitar en parte caer en la tantas veces innecesaria redundancia, quiero únicamente recordar algunos aspectos de la persona y obra de tan insigne escritor. El motivo inspirador de estas líneas es la misma frase a él atribuida: “Recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidar es difícil para quien tiene corazón”.

El amor, o más bien la pasión, que él tantas veces demostró tener por la literatura es una fuente de inspiración para que recordemos, es decir, que “volvamos a pasar por el corazón” aquellos momentos tan especiales que hemos vivido al leer los magistrales relatos escritos por el gran Gabo. Ese espontáneo agradecimiento que surge en quienes han tenido –o hemos tenido, pues, por suerte, me incluyo entre ellos− la dicha de sentir el deleite de leer textos tan bien logrados favorece que este escritor no caiga en el olvido. El corazón nos impide olvidar.

Gabriel García Márquez supo contagiar endémicamente el amor por la literatura. Prueba de ello es la tan famosa frase que dijera para todo el mundo en una entrevista del año 1997: «Las mejores esposas son siempre las grandes amantes. La literatura es mi esposa, mi amante, mi tía, mi hija y mi abuela». Comparar la literatura con personas que llegan a ocupar, en la mayoría de los mortales, un lugar tan especial no es algo metafórico ni mucho menos algo casual. Baste con “recordar” (enfatizo el significado ya expuesto de este término) todos aquellos momentos en los que la literatura ha sido, para muchos de nosotros, prácticamente el todo y ha llenado, con muchas e indecibles emociones, espacios de nuestra vida que de no haber sido por ella estarían aún vacíos.

A la lectura de Cien años de soledad, lo recuerdo con gratitud, le debo haber vivido extasiados momentos de principio a fin. Desde la primera frase me cautivó. “Imposible no seguir leyendo”, me dije. Sin temor a equivocarme, creo que es la única obra literaria que empieza por el final. Sí. El final de uno de los personajes centrales. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Posteriormente, ya casi al final del libro, se aclara el principio y fin de los Buendía y de Macondo (lugar casi mítico creado por el autor de la novela) gracias a los escritos que hiciera un gitano de nombre Melquíades y que el sabio Aureliano Babilonia se dio por muchos años a la tarea de descifrar. En el epígrafe de dichos escritos, Aureliano pudo leer: El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.

Puesto que el tiempo en la obra es un constante devenir y en él se ve inmerso el lector, ahora que recuerdo −transcurridos ya varios años de haber leído esta novela−, un único sentimiento de nostalgia y de tristeza vuelve a mi corazón: haber olvidado en un autobús de la ciudad un ejemplar de Cien años de soledad en el que había plasmado a puño y letra un buen número de anotaciones y de subrayados. Lo más probable es que estos no fueran tan acuciosos ni profundos, dada mi insipiencia como lector, pero, sin pecar de egocentrista, eran “míos” y expresaban mis ideas surgidas a la luz de cada palabra, alguna que otra inspirada frase o fortuito sentimiento o, en el mejor de los casos, alguna duda. Sea como sea, esta vivencia me sirve para demostrar una teoría: cada oración, cada párrafo que integran esta obra literaria llevan al lector a perderse y luego a reencontrarse. Ese es, a mi manera de entender, su mayor mérito.

Otro aspecto que impregna de un valor especial a esta novela es que el acto de leerla se convierte en una función cargada de emotividad. El lector pasa a formar parte de ella. Resulta verdadero afirmar que el último Buendía es quien la lee. El realismo mágico, movimiento en el cual suele ubicársele, crea y recrea lugares, acontecimientos y personajes, incluso al lector mismo.

No cabe la menor duda: nos encontramos ante una obra maestra de la literatura y, por ende, de García Márquez. Que los más de 30 millones de ejemplares vendidos y la traducción que se ha hecho a más de 35 idiomas sirvan de evidencia de lo que se ha dicho y de lo mucho que queda por decir… porque estoy convencido, ahora más que nunca, de que la belleza y grandeza de esta maravilla literaria protegen a quien quiera exponer sus sentimientos y vivencias de caer en la redundancia.

Gabriel García Márquez con su Cien años de soledad en la cabeza. Imagen tomada de la Web

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