Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Los respetables señores, Cándido Morales y Esperancita Rosas habían vivido maridablemente durante cincuenta y cinco años. Tuvieron catorce hijos los cuales les dieron innumerable cantidad de nietos y bisnietos. Don Cándido vivía contento con su forma de vida y hasta se ufanaba diciendo que la suya era una relación mucho mejor que la de miles de matrimonios formalmente constituidos. Doña Esperancita sólo se sonreía y cambiaba el tema. Evidentemente no le gustaba tocarlo.

Y todo estaba muy bonito hasta que uno de los nietos preferidos de don Cándido, que andaba muy metido en los asuntos de la iglesia y preocupado por la salvación del mundo, decidió que tal estado de cosas no estaba bien, por lo que de manera muy sutil comenzó a insinuar a sus abuelos la conveniencia de santificar su unión.

Don Cándido era de aquel tipo de personas que jamás admiten que nadie intervenga en sus asuntos personales; pero a lo mejor debido a lo avanzado de su edad, y a que ya algunas de las neuronas de su cerebro habían comenzado a ablandarse, dispuso atender las razones de su piadoso nieto. Aunque también pudo haber ocurrido que en el mero fondo de su corazón siempre hubiera existido cierta molestia al respecto de su relación con doña Esperancita.

–Ve, Esperanza, –le dijo un día a su mujer–, ¿no creés que sería bueno que nos casáramos por la iglesia?

–Pues ahí ve tú –le respondió ella en forma sumisa, tal como era su costumbre, y sin prestarle mucha atención.

Como lo primero es lo primero, hubo que hablar con un abogado para que diera legalidad a la unión.

El día del oficio religioso el templo se llenó de hijos, nietos, bisnietos, primos, sobrinos, tíos, etc. El sacerdote, un hombrón moreno y de maneras apacibles, llevó a cabo el acto religioso, pero a la hora del sermón se desató en una perorata extensísima en la cual habló de la alegría en los cielos por la redención del pecado de dos hermanos, hasta ayer, vergonzosamente descarriados e indignos, de la felicidad que debía reinar en el nuevo matrimonio e hizo especial énfasis en la fidelidad que se debían guardar los cónyuges. Y repitió una y otra vez hasta el mero cansancio el asunto ese de que la fidelidad era la base sólida sobre la que descansaba la perpetuidad de los matrimonios.

Dijéramos que seguramente se lo dijo a Juan para que lo entendiera Pedro, pero doña Esperancita se lo tomó tan en serio que fue cosa nada más de llegar a la casa, luego del festejo, para comenzar con sus advertencias a don Cándido al respecto de la fidelidad y su consiguiente abominación ante los ojos de Dios. Y de ahí en adelante le mantuvo la cantaleta todos los días y a toda hora. Don Cándido, que no había quedado muy contento con eso de que lo trataran de pecador descarriado e indigno ni con las necias recomendaciones del sacerdote al respecto de la infidelidad, se comenzó a sentir incómodo. Es que, además, en cosas de amores, desde hacía ya muchísimos años no atendía ni a doña Esperancita ni a ninguna otra mujer porque ya no tenía arrestos para tales esfuerzos. Sin embargo, doña Esperancita, a partir de su boda, tuvo la certeza de que por fin tenía derechos qué hacer valer. Su dulzura se trocó en intransigencia y su mansedumbre ciega en desacato irreverente.

–Ve, Esperanza, –le dijo don Cándido apenas un mes más tarde de haberse llevado a cabo la boda–, me has estado jodiendo tanto estos días que mejor voy a hablar con el abogado para que nos divorciemos mañana mismo.

–Pues hacé lo que querrás pero eso sí, de hoy en adelante me vas a andar con cuidado, no quiero verte que andés viniendo tarde a la casa ni que vayás a andar con amigos porque entonces me vas a ver brava, ¿oíste?

Don Cándido, acostumbrado a ser obedecido y a que sus palabras siempre eran órdenes, se quedó mudo. Jamás le había conocido tales irrespetos a su mujer, por lo que antes de que las cosas empeoraran se fue a buscar al abogado que los había casado, pero éste le hizo saber que la ley no acepta que se lleve a cabo un divorcio en tan corto tiempo y que había que esperar por lo menos un año.

Don Cándido dijo que estaba bueno; pero eso sí, mientras tal día llegaba supo lo que era vivir arrepentido de todos los pecados que un ser humano puede cometer en la vida.

–Resulta jodido eso de casarse uno por la iglesia –decía después con voz segura y lleno de honesta convicción a toda aquella persona con quien tocaba el tema.

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