Por Adolfo Mazariegos

“Así es como es” dijo, a manera de saludo. Entró en la pequeña cafetería de estilo oriental donde habíamos acordado encontrarnos para conversar un rato aquella tarde, aprovechando su viaje de pocos días a México y previo a su regreso definitivo a España. Al atravesar el umbral se detuvo un instante volviendo la vista en todas direcciones, como tratando de reconocer el lugar, o como tratando de despejar quizás alguna secreta incógnita de la cual yo no participaba. Luego se dirigió rápidamente a la mesa donde me encontraba ya desde hacía diez o quince minutos.

Era cerca del mediodía. Quizá poco más de las once y media.
–No sé por qué me citaste aquí –se quejó, poniendo un cigarrillo en su boca y buscando afanosamente un encendedor que no tenía consigo, pero que aseguraba llevar en algún sitio. Aceptó después, sin embargo, que había extraviado el encendedor antes de llegar al lugar.
Tenía el semblante de quien no ha dormido bien y ha trabajado mucho. Algo despeinado. Barba de dos o tres días, americana negra, y sus infaltables gafas graduadas que le hacían lucir más intelectual de lo que ya era, aunque él insistiera reiteradamente que no era así.
–No te entiendo –dije, sin ponerme de pie ni extenderle mi mano para saludarlo, siguiendo su misma fórmula. Le pregunté si quería café o si prefería tomar otra cosa, tal vez agua.
–Café –respondió, parco, del otro lado de la pequeña mesa de madera en la que alguien –vaya a saber quién– había escrito, con tinta azul, una estilizada letra mayúscula que, por desconocidos motivos, resultaba verdaderamente interesante: «M». Nadie se había molestado en borrarla o en pintar algo encima para que no se viera. No resultaba desagradable a decir verdad, era tan sólo algo que no dejaba de llamar la atención de los comensales que por aquella mesa pasaban.
–No puedes evitar el vacío de la misma manera que no puedes evitar cruzar calles si vives en la ciudad… –dijo de pronto.
–¡Sí, ya he escuchado eso antes!, –lo interrumpí, tal vez descortésmente–, es más, estoy seguro de haberlo leído en uno de tus libros, ¿cómo se llamaba?… ¿No es acaso el manuscrito que me enviaste para que leyera hace algunos meses? Sí, ya recuerdo, es esa novela donde uno de los personajes es una pelirroja de la que medio mundo habla aunque nadie la haya visto jamás…, y el policía ese que no da una…
–Amberes. Se llama Amberes –dijo, secamente, sin ningún tipo de emoción en la voz ni en el rostro, aún con el cigarrillo en la boca.
–Sí, Amberes –asentí–, pero no te pedí que vinieras para hablar de eso ahora. No sé ni por qué lo mencionas.
–Mencionar qué, ¿el tema del vacío o el título de la novela?
–Ese asunto del vacío. Se me hace algo tan…, no sé. Y…, sinceramente no sé por qué lo traes a colación, de verdad.
–Porque para eso me citaste, supongo; para hablar de algún vacío. Todos buscamos llenar vacíos en nuestra vida, o en la vida de los demás, o en donde sea; de una manera u otra así es. Lo sabes bien. De no ser así tampoco estaríamos aquí conversando y hablando de ello, por más tonto o absurdo que ahora digas que te parezca… Y no me veas así, porque en el fondo, sabes que tengo razón.
Lo observé, contrariado, intentando descubrir cómo Roberto y yo habíamos llegado a ser tan amigos. Tratando de explicarme a mí mismo si efectivamente él tenía razón en eso que acababa de decir, o si sólo estaba tratando de jugarme una broma de las suyas. Con él nunca se sabía.
Una mujer joven, de ojos oscuros, rasgados, se acercó, y nos dijo muy seria en un precario español: “no podel fumal aquí, pol favol”. Pasó un trapo húmedo sobre la mesa y simuló ordenar un par de salsas y servilletas de papel que había en el centro. Luego preguntó si íbamos a pedir algo.
Nos vio con displicencia.
Sonreí, acostumbrado como estaba a ese tipo de reacciones y prejuicios.
–¡Mierda! –Dijo Roberto, en voz muy baja, casi para sí. También le sonrió a la mujer fugazmente y desvió con rapidez la mirada hacia el otro lado, guardando su cigarrillo que obviamente no había llegado a encender. Me di cuenta de que probablemente había pensado lo mismo que yo.
–De verdad, no sé por qué me citaste aquí –insistió, sacando del bolsillo de su americana una hoja de periódico donde había un crucigrama. Lo extendió sobre la mesa y volvió a hablar–: ¿un bolígrafo? –Preguntó, dirigiéndose realmente a la muchacha y no tanto a mí, aunque la pregunta la hubiese formulado viéndonos a ambos alternadamente.
Ella no respondió. Yo negué con la cabeza. Aproveché para pedir dos tazas de café.
–¿Nala más? ¿No van a comel? ¿Nala? –Quiso saber la chica.
–Eso es todo –respondí, con seriedad, tratando de no ser descortés. La vi alejarse, molesta, arrastrando los pies con desgano y llevando en su mano izquierda el trapo húmedo con el que acababa de limpiar la mesa, acomodando entre sus cabellos negros, lisos, un bolígrafo barato de plástico.
–¿Lo ves? A eso me refería. Ni siquiera se molestó en responder y lleva un bolígrafo como sujetador de cabello.
Sonreí. Viendo la hoja del periódico con el crucigrama sobre la mesa.
–Y entonces, ¿qué planes tienes? –Pregunté, tratando de cambiar el tema.
–La verdad, no lo sé… No he hecho planes… Y si he de ser honesto, no he podido escribir mayor cosa estos días. Necesito ponerme a escribir desde la madrugada hasta que no pueda más y me quedé dormido para repetir lo mismo al día siguiente…
–¡El vacíooo! –Dije, volviendo a sonreír, enfatizando las palabras y alargando las letras en tono burlón. Él se dio cuenta inmediatamente.
–¡Te estás burlando! ¿verdad?… pendejo –Exclamó, pero también lo vi sonreír, (por primera vez desde que llegó a la cafetería), y me alegré por ello. Era la primera vez que le escuchaba utilizar la palabra «pendejo». La había leído varias veces en sus escritos, pero nunca la había escuchado de su boca, de su propia voz. Será tal vez que los años largos que este chileno ha pasado en México, aunque ya no viva aquí, ahora significan algo más, elucubré.
Nos llevaron las dos tazas de café. Un café aguado, pero humeante que me hizo olvidar por un momento la verdadera razón de aquél encuentro. Sabía que no volvería a ver a mi amigo, y lo lamenté desde lo más profundo de mi corazón.
Acerqué mi taza y vacié tres generosas cucharadas de azúcar en ella; luego las removí con lentitud premeditada, con parsimonia, con resistencia infinita al inexorable paso de cada minuto y de la despedida final que estaba por llegar
Él dio un sorbo a su café sin ponerle azúcar, y dijo:
–No debería beber café, pero… Ya qué. ¡Pinche vacío! ¿Verdad? –Y volvió a sonreír.

*3er. Lugar Certamen de Cuento El Palabrerista 2016

No puedes evitar el vacío de la misma manera que no puedes evitar cruzar calles si vives en la ciudad…

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