Una colaboración de Juan Pablo Muñoz | Barrancópolis

Las fiestas de fin de año conjugan lo religioso y lo mundano. Estos dos ámbitos comparten algo en común: la comida y el trago. Quizás por eso, la gente recuerda las celebraciones que empiezan con la Quema del Diablo, la purificación de la Concepción, las fiestas guadalupanas, los convivios y cierres de proyectos, las posadas, los encuentros anuales de grupos de amigos y familia, la Nochebuena, las bromas por Inocentes, los recuerdos de los Acuerdos -que viven en- Paz, los bacanales de Nochevieja y hasta la torta de los Reyes Magos, asociándolos al aumento de talla y al jolgorio, que más de alguna vez ha terminado en tragedia, o cuando menos en hígado graso.

Aunque hay campeones olímpicos que se preparan todo el año, la verdadera maratón gastronómica y etílica empieza a mediados de diciembre: los competidores que reciben salario despilfarran la miseria de aguinaldo que ganan, y los demás se gastan hasta lo que no tienen, pero todos participan. A partir de dichas fechas, los bares se llenan de atletas del jaibol. Pareciera como si se vivieran tiempos distintos: se abre más temprano, llega más clientela, se consume más, se cierra más tarde. El cantinero no se da abasto. El repique de las copas es constante. El musicón revienta en las paredes del local, entre adornitos y luces navideñas.

Después de estas primeras muestras de derroche casual entre amigos, viene la fiesta institucional: el convivio. En muchos lugares de trabajo, la gente mide la bonanza del año según la cantidad de comida servida y licor tragado en tan magnífico evento, por lo que su organización es un tema de conversación que empieza treinta días antes y cuya evaluación durará al menos un mes después. Dependiendo de si los altos comisionados para crear el convivión pérez, toman mucho o poco, o si no toman, inclinarán la balanza del gasto a favor de platos o copas. Los convivios son tan importantes, que hay personas que no recuerdan de algunas administraciones nada más que esto: “¿Te acordás como eran de alegres los convivios cuando estaba fulano, vos?”, ese tipo de remembranzas perdurarán por muchos años acompañando la nostalgia de los trabajadores más antiguos…

De los convivios familiares, en cambio, lo más importante de recordar es la imagen de los abuelitos romper la dieta, ver a la típica tía abuela risa y risa porque se tomó algunos roncitos de más, la del tío peleonero que ya bolo sacó a luz aquél viejo pleito supuestamente superado o la vez en que se enteraron que aquél nieto aprovechó bien su año aprendiendo las artes de Baco. En los supermercados se ve a los más grandes comprando su botella para recibir a la parentela; o el paquetón navideño de cervezas, en el caso de los más jóvenes, para recibir a los primos. Los más chiquitos, en cambio, sólo observan cómo funciona la dinámica familiar, mientras arrasan con las chucherías extendidas en el centro de la mesa.

Otros que no se quedan atrás son los grupos de cuates: los de la infancia, los del barrio, los que estudiaron juntos, con los que trabajaste y con los que por cualquier azar de la vida ahora andás. Grupos sobran, ganas y excusas también. La tradicional llamada de aquél que siempre hace el esfuerzo por mantener la tradición que empezó hace unos años, la de juntarse a brindar y a contar anécdotas y a ponerse al día, es la voz de alerta: se convoca al cónclave chupístico. Se cuadran agendas y se verifica la disponibilidad de recursos. Un año más viejos, más panzones y ya con hijos, el día acordado van apareciendo uno a uno los invocados. Y como si el tiempo no hubiera pasado, los mismos ritos: se saluda igual, se toma igual… o más, el que siempre se va temprano, los que se quedan hasta que los sacan de la cantina, el que confirmó y no llega, el que no confirmó y aparece, el clavero de siempre, el que se pone gamonal, el que llora siempre por lo mismo. Las mismas tonteras y todos esos códigos que solamente en ese espacio se entienden. Todos al calor de unos buenos tapis.

Y así, como si nada, llega el 24. Los más burguesitos sacan sus viandas compuestas por productos internacionales y los más pobres con lo que consiguen en el mercado, todos adornan su mesa. En los barrios populares se enciende el equipo de sonido: ¡cumbia, por favor! Pino en el piso porque la fiesta empieza a las 8 de la noche. Primeros dos tragos, platicados. Segundos, con movimientos de torso y manos. Terceros, arranca el baile. Allí empieza a notarse quien se va a pasar, al que le va a llegar las 3 de la mañana del 25, bailando sin ton ni son, apenas sostenido sobre sus propios pies, más bien agarrado en posición de cajita de aguas por la pareja. El que ni se va a acordar de la cohetería de la media noche y que hasta se manchó el estreno con recado de tamal, pierna o pavo… y soda. Y también como si nada, la fecha pasa. No hay vida en las calles hasta que vuelven a tronar los cuetes de las 12 del mediodía. Los engomados, más muertos que vivos, salen por la cura a la calle mientras que, con suerte, en su casa les preparan algo que los aliviane.

La diferencia entre la Nochebuena y la Nochevieja es sencilla. Los solteros pasan la primera con la familia y enfiestados en la calle la segunda: discos, puerto, Antigua, Panajachel… Los casados, en cambio, llegan al mutuo acuerdo: una con la prole de uno y otra con la del otro. “Va a venir su cuñado, muchá, dice el padre a sus hijos. Cuidado me lo ponen bolo porque ya saben que apenas si le gusta”.

Desafortunadamente, no todo es alegres anécdotas durante dichas fiestas. Nunca falta el imprudente que va borracho de una casa a otra para llegar a tiempo a dar el abrazo… y que nunca llega. O el que a falta de otros alicientes para sentirse importante dispara al aire y provoca una tragedia. Eso, más los que se quedaron apostados en cualquier esquina, noqueados por el guaro y que se gastaron la quincena y no le llevaron nada a los hijos. Las madres de los que la pasaron en la cárcel o en un hospital. Si hiciéramos cuentas de cuántas situaciones enlutan esta época no terminaríamos este número.

Pero como toda temporalidad, la transición del año concluye. El 2 de enero la mayoría de gente a trabajar y, eso sí, reaparece con sus camaradas contando cómo la pasó, algo tembloroso incluso. Dado que hay mucho que platicar, esa primera sesión de trabajo se extiende un poco más de lo normal; no en el lugar de labores, sino en la tienda más cercana. Al final de cuentas, tomarse los tapis sirve para festejar, pero también para planificar, y el año está tiernito, hay que estrenarlo.

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