Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Yo, observando el panorama, sentado en una de las bancas del parque central, comiéndome un helado de fresa, metido dentro de mis pensamientos, viendo el correr de los niños y de sus madres en pos de ellos; es decir, mirando pasar la vida sin hacerle daño al prójimo.  Era un día sábado cualquiera del mes que está por despedirse, a eso de las once y media de la mañana, y no puedo precisar de dónde apareció Gedeón

Hola, vos –me dijo-.  Su voz sonaba extraña, como si se tratara de la de un hombre

agobiado por las deudas o por los malos amores.  No, no era el Gedeón de siempre, ese Gedeón inconfundible y de comportamiento alharaco y siempre quitado de la pena.  Un tanto alarmado le pregunté cómo se sentía.

-Bien –me respondió-, solo que ando un poco triste.

De inmediato pensé que el motivo de sus penas se debía al nuevo fracaso de la Selección Nacional de Fútbol, o de la contaminación definitiva y vergonzosa del Motagua, o de la pérdida ya contundente e irreversible del lago de Amatitlán; sin embargo, para salir de la duda le pregunté qué cosa grave le estaba pasando.

-Pues verás –me respondió-, de un tiempo para acá he llegado al triste convencimiento de que como que le caigo mal a la gente.  Todas las novias que he tenido, aduciendo razones a todas luces ridículas y anodinas, literalmente me han tirado la puerta en mis propias narices y nunca me han dado una explicación correcta, humanamente comprensible y políticamente correcta para tratarme de esa forma, el único amigo verdadero con el que cuento sos vos, motivo por el que te tengo un muy alto cariño que espero sea correspondido de tu parte; pero ya ves que cuando llego  visitarte a tu casa, a tu tía Toya solo le hace falta agarrar un balde de agua para sacarme a guacalazos, y las veces que hemos ido a visitar a Papaíto me he dado cuenta de que como que no le agrada mi presencia, y uno se siente, vos, uno se siente, yo no entiendo por qué tu tía Toya no me mastica, mucho menos me traga, y con Papaíto es lo mismo; pero esto que te estoy contando es lo que vos has visto, porque mi tía Conchita, desde que llegué a regalarle el saraguate aquél que vos me ayudaste a llevárselo, ya no me recibe en su casa, y eso que te estoy hablando de la gente que vos conocés, porque tengo otras personas que yo siento que les caigo un poco mal, y la mera verdad es que yo nunca le he hecho mal a nadie; es cierto que a veces he dicho o hecho alguna cosa que ha resultado lesiva y molesta para alguien, pero te lo juro por lo más sagrado de este mundo que nunca he actuado de mal corazón sino todo lo contrario, siempre he tratado de ayudar a quien lo necesite, siempre he estado atento a remediar las penas de la gente, porque quiero que sepás que yo le tengo cariño a toda la gente, porque para mí, todo el mundo es mi hermano.

Luego de haber expresado tan largo y sentido parlamento, Gedeón se quedó callado, y estuve seguro de que estaba a punto de sollozar.  De inmediato quise encontrar las palabras que le sirvieran de consuelo, pero al hacer un breve inventario mental, solo se me ocurría recriminarlo por las torpezas que, inconscientemente, comete, como por ejemplo la vez que le fue a pedir prestado el martillo a Papaíto, y por estarlo manipulando lo soltó y le cayó en el pie a Papaíto y le fracturó un dedo.  Se fue haciendo un silencio verdaderamente incómodo y molesto, pero afortunadamente en ese instante pasó por ahí una rubia, oxigenada por cierto, verdaderamente despampanante.

-Adiós, caramelo de los Cuchumatanes –le dijo Gedeón, en forma sumamente melosita, pero la muchacha, que muy probablemente no sabía nada de geografía se regresó, y sin mediar palabra alguna le metió un bolsazo tan fuerte que de una vez lo tiró al suelo.  Yo estaba tan asustado que por un momento no supe qué hacer.  Solo unos señores que estaban por ahí cerca se carcajearon en forma verdaderamente exagerada.  En cuanto me pasó el susto levanté a Gedeón y me puse a sacudirlo.

-¿Ves lo que te digo? –me dijo, mientras se terminaba de sacudir el polvo de sus pantalones. En ese momento me recordé que a unas dos cuadras de mi casa habían abierto una iglesia cristiana, de esas e las que los feligreses arman unos relajos de Dios Padre y que llegan al extremo de no dejar dormir a la gente.  En cuanto se repuso del golpe, y más que todo del susto, me lo llevé a la heladería, le compré un helado, y exhibiendo mi más serio semblante le aconsejé que para resolver ese tipo de casos de los que él padecía, la mejor cosa que podía hacer era llegar a una de esas iglesias y conocer a otro tipo de personas.

-Creo que tenés razón –me dijo, mientras se le chorreaba el helado sobre la camisa-.  Ya había pensado en eso, pero ahora que vos me lo aconsejaste, mañana mismo voy a ir a una de esas iglesias que acaban de abrir por mi casa.

Luego de las despedidas, los buenos deseos y las saludes a la familia cada quien tomó su camino y yo me fui feliz para mi casa, ya que había logrado hacer mi buena obra del día; aunque tuve que reconocer que fue la única cosa que se me ocurrió para quitarme de encima a Gedeón.

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