Adrián Zapata
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Brasil está conmovido por lo que le está sucediendo a Lula.

Para entender la coyuntura hace falta revisar el contexto.

Por algunos años, en la región hubo un auge de gobiernos de izquierda. Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Venezuela, Bolivia, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, sin contar Cuba. Se produjo así una convergencia regional que era crítica ante las políticas neoliberales y de cierta e importante resistencia a los designios imperiales.

En general, se produjeron en esos países cambios muy significativos en las condiciones de vida de los pueblos, en términos positivos. Hubo relevantes transformaciones estructurales.

Sin embargo, ahora el péndulo ha cambiado de inclinación, favoreciendo a las derechas latinoamericanas. La explicación de este fenómeno es múltiple, diversa y compleja.

Se produjeron, claro está, errores en el ejercicio de esos gobiernos. También se dieron fenómenos económicos extra nacionales que impactaron negativamente las condiciones de vida de esos pueblos, la caída dramática de los precios del petróleo en el caso de Venezuela, por ejemplo.

Pero no se puede ser ingenuo y dejar de considerar las pretensiones reaccionarias de las derechas en cada uno de esos países y a nivel regional, así como el interés de los Estados Unidos por revertir dichos procesos de cambio.

La estrategia ha sido la utilización, y en algunos casos la manipulación, de la lucha contra la corrupción. El sustento de esa estrategia ha sido la constatación que este tema logra indignar a las masas, pasando a segundo plano la tendencia ideológica que caracterice al actor señalado como corrupto. Se tiende a individualizar el análisis, pasando a segundo plano las condiciones estructurales que lo explican. Y es que, aunque es cierto que, en última instancia, hay una dimensión muy personal en la decisión de cometer un acto corrupto y en ella la ideología es secundaria, porque igual hay gente honorable en la izquierda y en la derecha, y al revés, también hay contextos relevantes y concretos que no sólo lo posibilitan, sino que lo promueven. La debilidad institucional, la prevalencia de la impunidad, la exacerbación en el imaginario social de la búsqueda sin límites de bienes materiales, la “normalización” de las transgresiones a la honradez, la tolerancia hacia aquellos que beneficiándose de la corrupción ascienden socialmente de manera vertiginosa, etc., son, entre otros muchos, hechos que construyen el contexto referido.

Por eso, para arrasar con la legitimidad de gobiernos de izquierda cuya gestión ha impactado sustancialmente en los sectores populares, evidenciar la comisión de actos corruptos es la vía más expedita y eficaz para lograrlo. Y cuando estos hechos no son tan claros, habrá que “construirles credibilidad”, teniendo a los medios de comunicación social, mayoritariamente en manos de las derechas, como el principal instrumento para lograrlo. Y es que la corrupción y la impunidad no son fenómenos surgidos o existentes sólo en los gobiernos de izquierda, son históricos, pero la relevancia que toman es sospechosamente funcional al propósito coyuntural de deslegitimar esos proyectos políticos. Con esta observación, no pretendo justificar esas deleznables conductas, sólo contextualizar la relevancia que coyunturalmente toman.

Es así como ahora que Lula ha sido apresado, no podemos ignorar que ello se produce cuando es inminente su retorno a la Presidencia y el rescate del proyecto de transformación social que él encabezó, lo cual es inadmisible para quienes pretenden desmontarlo, estrategia que comenzó con el golpe de Estado contra Dilma Rousseff y pretende consumarse ahora con el encarcelamiento de Lula. La politización de la justicia parece clara.

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