Luis Fernández Molina

Con presencia de las más altas autoridades, entre ellas la Canciller Merkel, se conmemoró en Alemania los 500 años desde aquel día en que un religioso expresara públicamente -y en la puerta de una iglesia- su rebelión contra el Papa y la Iglesia de Roma. Este quinto centenario ha reabierto el debate sobre los alcances de ese movimiento, no tanto desde el punto de vista religioso (al que la población pone menos atención) como en otros aspectos históricos, sociales y políticos.

Como católico practicante -y por ende cristiano- no tengo empacho en aceptar que Lutero tuvo razón en varios aspectos. Habrá sido impactante para un monje agustino alemán, devoto e idealista, llegar al centro de la cristiandad -que imaginaba como una antesala del cielo donde se desplegaban las virtudes- y toparse con ese desorden, boato, escándalos y desmedida ambición de muchos cardenales, obispos y hasta de papas; recordemos la secuela, muy reciente, de los Borgias, del guerrero Julio II.

Igualmente le habrá turbado al joven Martín el descarado mercado público de las indulgencias. Dinero que se recolectaba para la construcción de la monumental Basílica de San Pedro; este supuesto destino, no justifica, ni un ápice, el manoseo de cosas sacras. ¿Cuántos días de purgatorio me podría evitar hoy día con mil quetzales? De estas “ventas” habrá germinado una de las cinco ideas o ejes de las tesis de Lutero: la idea de que la salvación era una gracia de Dios y no se podía ganar con dinero ni con acciones humanas, esto es, con obras.

Este tema aborda un debate teológico medular que en cinco siglos sigue abierto: Si la salvación se obtiene por gracia o por obras. Uno de los planteamientos protestantes es la convicción de que la salvación es un don divino, se obtiene por gracia, afirmación que ripostaba a los católicos. Existía una aparente confrontación, sin embargo, creo que en el fondo no existen profundos desacuerdos; más que conclusiones enfrentadas lo que creo que hay son premisas mal formuladas. Cierto es que la salvación es puramente gracia divina (sin mérito o acción alguna de los seres humanos), pero también es cierto que, abierta la posibilidad de dicha salvación la misma se obtiene con obras. Por un lado está el “no es por obras para que nadie se gloríe” (Ef, 2, 9) pero está por el otro lado “la fe sin obras es fe muerta” (Sant. 2,14). En todo caso recordemos que en el Juicio Final Jesucristo premiará a los benditos, por lo que hicieron (obras): “tuve hambre y me dieron de comer” y a los otros los castigará por lo que no hicieron. Claro, este tema, como los otros debates teológicos, no se podría abordar ni en todos los ejemplares de un siglo de este vespertino.

Tras la acción rebelde los hechos en Europa se alteraron para siempre. La traducción de la Biblia al idioma local -promovido por Lutero- no sirvió de mucho por cuanto la gente prácticamente era analfabeta y no tenía capacidad de adquirir ese libro, sin embargo, provocó entre los letrados, profusión de interpretaciones y nuevas divisiones. En el plano político local hubo muchas revueltas de campesinos; si podían desconocer al Papa con mayor razón a los nobles y terratenientes, por eso fue necesario reprimirlos, pero con exceso de fuerza por solicitud del propio Lutero. Pero hay algo más en el plano político de los reinos de Europa: vino como anillo al dedo a muchos príncipes alemanes del norte quienes rechazaban la influencia política que ejercían los pontífices romanos y la influencia creciente de una España que se enriquecía con los metales de Las Indias. (Continuará).

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