Luis Enrique Pérez

Permítaseme distinguir, autorizado por Inmanuel Kant, entre certeza subjetiva y certeza objetiva. La certeza subjetiva es aquella que es certeza únicamente de un determinado ser humano y, por consiguiente, no necesariamente es certeza de otros seres humanos. Por ejemplo, la certeza que tiene un determinado ser humano de haber observado un fantasma, es subjetiva. Otros seres no necesariamente han de tener esa certeza, y no puede pretenderse que la tengan.

La certeza objetiva es aquella que no es certeza únicamente de un determinado ser humano, sino que es, o por lo menos puede ser, certeza de cualquier ser humano. Por ejemplo, la certeza que tiene un ser humano de que cuatro unidades más tres unidades es igual a siete unidades, es objetiva, y puede pretenderse que otros seres humanos tengan esa misma certeza.

El saber es una certeza suficiente subjetiva y objetivamente. Un ejemplo es el saber científico. Por ejemplo, quien sabe que los planetas giran en torno al Sol, tiene certeza subjetiva de la verdad de esa creencia; pero también tiene certeza objetiva, es decir, puede pretender que otros seres humanos tengan esa certeza.

La opinión es una certeza insuficiente subjetiva y objetivamente. Por ejemplo, quien opina que hay seres inteligentes en otros planetas, puede admitir que no tiene plena certeza sobre este hecho, y que la prueba que puede invocar consiste en un mísero indicio discutible de que hay tales seres en otros planetas. Entonces no puede pretender que otros seres humanos tengan la opinión que él tiene.

La creencia es una certeza que es suficiente solo subjetivamente. Por ejemplo, quien cree que existe un dios, puede tener certeza suficiente de que existe, aunque no pueda demostrar tal existencia. No puede, entonces, pretender que otros seres humanos tengan esa misma certeza. La creencia es importante porque la suficiencia subjetiva, independientemente de la suficiencia objetiva, puede influir en la vida de cada ser humano, en el acontecer de la sociedad y hasta en la historia misma del género humano.

Las creencias no pueden ser reprimidas precisamente porque es propio de ellas la certeza subjetiva. El déspota, o el tirano, o el dictador, o el inquisidor, jamás pueden invadir el mundo interior en el que reside esa certeza. Galileo, por ejemplo, jamás desistió de tener certeza de la verdad de su creencia en que la Tierra giraba en torno al Sol. La Santa Inquisición tan solo lo obligó a afirmar que se retractaba; pero esa afirmación no implicaba que desistiera de aquella certeza. Para salvarse de la hoguera Galileo solo necesitaba complacer al tribunal inquisitorial.

La creencia jamás puede ser reprimida; pero éticamente no deberíamos tener cualquier creencia, tan solo porque su certeza subjetiva es suficiente. Éticamente deberíamos tener preferentemente creencias de cuya verdad presunta hay alguna prueba. Es decir, no deberíamos tener cualquier creencia, solo porque es nuestra creencia, y argumentar que, por ser nuestra creencia, no importa que sea verdadera o falsa, sino que importa que tengamos suficiente certeza subjetiva de que es verdadera.

La convicción es un estado psicológico de profunda certeza de la verdad de una creencia; pero esa certeza no garantiza que la creencia es verdadera. Quienes creían que la Tierra reposaba sobre el caparacho de una gigantesca tortuga podían tener una profunda certeza de la verdad de esa creencia; pero era una creencia falsa.

Éticamente cada quien debe tener algún fundamento de la certeza de verdad de su creencia, aunque esa certeza sea suficiente solo subjetivamente. Si tal fundamento no es posible, habría que admitir, con humilde racionalidad, que no obstante tal suficiencia, la creencia puede ser falsa, y por ser falsa, puede provocar efectos catastróficos en el individuo, la sociedad, o la historia. Menciono un ejemplo: la creencia en que el poder de los reyes era otorgado por Dios, fue una causa de despóticas, holgadas, toleradas y abominables monarquías.

Post scriptum. Quien está tan ocupado que no puede buscar algún fundamento de la certeza de verdad de sus creencias; o quien ociosamente se abstenga de esa tarea, o quien considere que es suficiente sentir la fuerza vivificante e irresistible de su íntima convicción, atenta contra la ética del creer.

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