Adolfo Mazariegos

Hace un par de años escribí un brevísimo artículo en el que hablaba someramente acerca de una de las premisas fundamentales y pilares de toda democracia. Me refería a la existencia de un poder soberano que recae en el pueblo, quien lo delega para su ejercicio en un grupo de individuos electos con tal propósito en el marco de un proceso (democrático) previamente establecido para ello, en virtud de que sería poco funcional y descabellado, pensar que una colectividad de varios millones de personas tomen las decisiones pertinentes para dirigir un Estado, alcanzando consensos inmediatos y tomando decisiones de conjunto en tiempo real a nivel de todo un país; eso sería prácticamente imposible. En ese sentido, dos años después de haber escrito aquel breve texto, reparo en que a pesar del tiempo transcurrido, las condiciones y situaciones que motivaron su escritura siguen siendo exactamente las mismas. Y más allá de cuál sea la forma o mecanismo que utilicemos para elegir gobernantes y/o servidores públicos en el marco de nuestro particular sistema democrático, existe, en ese proceso, algo denominado «mandato», que es el punto de partida para el quehacer de todo funcionario y servidor público, incluyendo diputados al Congreso, ministros de Estado, Presidente y Vicepresidente del país. De ahí se desprende, justamente, el término «mandatario», que no es más que una suerte de permiso que los votantes otorgan a sus gobernantes para que puedan ejercer mando y tomar decisiones trascendentes en el ejercicio del poder al frente de un gobierno. No obstante, eso no significa que al mandatario (o mandatarios) se le haya transferido la soberanía del Estado, creerlo así es un error en el que se suele caer muchas veces inadvertidamente. Con el voto solamente se les está transfiriendo la representación de éste, pero ello, asimismo, conlleva ese «mandato» que les obliga a ejercer sus funciones en el marco de la ley, lo cual quiere decir que su poder sigue estando limitado por las normas que rigen al Estado y que por lo tanto deben seguir sujetándose a estas. Es preciso saber y comprender que, en países de corte republicano como Guatemala, el soberano es el pueblo, no el mandatario, razón por la cual el pueblo tiene la potestad de poner la señal de alto a los desmanes de cualquier persona que, por muy alto que sea su cargo, quiera cruzar la línea y transgredir la ley a su antojo. La ley existe para cumplirla, desde el primero hasta el último habitante del país, y no se puede vivir pensando que, «mientras algo no me afecte a mí, no haré nada para remediarlo». La democracia, también implica involucramiento, participación, conciencia, visión de largo plazo, y lo aceptemos o no, todos nos vemos afectados por las transgresiones cotidianas a la ley que vemos prácticamente por todos lados. Sin embargo, en nuestras manos está evitar que eso siga sucediendo.

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