Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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  Carolina Alvarado. Mexicana-guatemalteca. Nació el 7 diciembre de 1986 en Ciudad de México. Hija del exilio. Poeta, documentalista, artista visual, microficcionista y docente trilingüe (español, inglés y francés). Ha publicado Los cuervos habitan estas páginas (2023), Poemas para la revolución (2019), Exilio de Sirenas (2012) y Amando un cielo libre (2006). Sus textos se encuentran en 33 antologías en México, Guatemala, Honduras, Argentina, Perú, Venezuela, Estados Unidos y España; así como en algunas revistas, entre ellas, Círculo de Poesía. De igual manera, sus poemas han sido traducidos al inglés en varias ocasiones. Es directora del cortometraje La edad de los pechos (2022) y de los documentales: La vida rota (2008), El clavel rojo (2008), Las mujeres dicen sí a la ciencia (2014). Es maestra en Literatura Mexicana Contemporánea por la UAM y licenciada en Creación Literaria por la UACM. Estudió los diplomados “Miradas sobre el cine”, en la UNAM y “Producción de Televisión”, en la USAC. Estudió el bachillerato en artes plásticas en la Escuela Nacional de Artes Plásticas Rafael Rodríguez Padilla y algunos cursos en el Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou. Sus acuarelas y trabajos en pastel ilustran y son portada de diversos libros. Asimismo, obtuvo el Diploma al Mérito Universitario por la Universidad Autónoma Metropolitana, (2022) y el 1er y el 2do lugar en poesía en el certamen, Mujeres accionando desde el arte, del Instituto de Estudios de la Literatura Nacional (2007) y el 2do lugar en “Poetizando”, Museo Miraflores, (2004). En el 2023, fue una de las artistas seleccionadas para ser parte de la 23 Bienal de Arte Paiz, una bienal curada por Juan Canela y Francine Birbragher-Rozencwaig, en la cual, Alvarado participó con una instalación sonora y escultórica Comen poemas con leche, uno, dos, tres gatos. 

 

Las nubes y yo recorremos la península

Ni las nubes ni yo escapamos del tiempo
aunque recorramos presurosas la noche
y, en una pestaña, atravesemos la luz.
No escapamos, estamos queriendo atrapar,
en sus manecillas, la mirada coqueta del futuro.
Montadas en una bicicleta, las nubes y yo recorremos la península,
roca de Júpiter, barco de coral, timón del silencio.
Ella, sus ruedas, su silla, empieza a oler a mí, olvida tu olor,
está por nacer, está por morir, está por ser ella misma.

Esquelética isla

En el horizonte naces, esquelética isla,
atraviesas el mar.
Tus luces horadan la noche y tú, esquelético amor,
titilas como ínsula en el paisaje, existes y no,
te enciendes, te apagas, te escondes
y haces piruetas en el aire.
Ah, pero las alcahuetas olas susurran tus silencios.
¡Guárdame de ellas, noche, guárdame de su hipnótico oleaje!
Aléjame de su contemplación.
¿Qué haces, noche, por qué centelleas la luz de su ventana,
parpadeas sus brazos, sus nubes, sus puertas?
¿Cómo me guardo del mar y las estrellas?
Perdida estoy en su traición.

La cortina es dueña de cada flor

Contigo crecía la selva, la palma, el platanar;
germinaban, las estrellas, en el césped.
Entre tus muros, mis pechos cazaban astros y, 

todas las ventanas, de todos los castillos, de cada palacio,

surgían en mi vientre.

 

Hoy, la cortina es dueña de cada flor.

El rompecabezas es ya un cubo de Rubik.
Un ojal, una manga, un cuello de camisa; aquí, cabe el ruido.
La cintura de un jeans, pequeño, mediano, extra grande,
somos seres diminutos en orillas distantes.
Te haces silueta, sombra, pieza de un memorama
cuya posición debo recordar.

¿Me quisiste? ¿Nos quisimos? 

¿En dónde tus piezas? ¿En dónde las mías?
Caricaturas, retratos, notas al pie de distintos cuadernos,
te veo y no, desapareces.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Elijo ser sol

Creí que te elegía a ti, amor,
tu boca sincera, recia y sonora
que canta, grita, que susurra.
Pensé en tus manos, callosas, fuertes
que hacen nacer cantos del tambor.
Te creí sol.
Creí que elegía tus besos, meteoritos que despiertan mareas.
Te imaginé cinco de oros en mi destino.
Te creí algo que eras y no,
eras para ti, para mí, soy yo.

Elegí donde sonríen las Pléyades,
persecución interminable de Orión;
una yo que se sienta en la playa,
una yo que contempla dioses y animales furtivos.

Diseñando estelares mapas, me elegí a mí,
embarcándome en la noche, descubriendo islas.
Elegí donde sonríen las Pléyades,
persecución interminable de Orión,
porque bajo ellas estoy renaciendo yo.

Acaso, amor, fuiste una Helena,
una excusa para llegar al centro de la tierra,
mi centro, yo.

Si la aurora canta

No tomaste a destajo,
no viste en mí una ciudad por vaciar, un pueblo servil.
No te nombraste víctima de huracanes
o de todos los socavones del planeta,
no te erigiste mártir, no te construiste un monumento,
no me pediste ceder.
Tú quisiste saber si la aurora cantaba para mí,
si el césped alcanzaba para recostar mis sueños.
No ofreciste naciones ni títulos,
fue tu risa, la sembraste en cada palmo de la casa,
ella quien revoloteó y se hizo cometa, sábila del corazón.

La culpa la tiene Pedro Infante

La culpa la tiene Pedro Infante, a él, mis amores fallidos.

Que, de tanto quererle, de tanto adorarle,

su porte distinguido, sus ojos pizpiretos,

caí con uno que ni guapo ni infante,

ni simpático, ni a caballo, ni trabaja, ni socorre,

pero canta cuando bebe, dedica canciones

y promete amor eterno. 

¡Pedro, Pedro, canijo! ¡Pedro, ya estuvo! ¡Pedro, amor mío!

La culpa es de Pedro Infante,

que llevaba serenata para pedir perdón y no permiso,

que cantaba cuando se emborrachaba

y tomaba lo que decía suyo.

¡Ay, mi Pedro de espaldas anchas! ¡Mi Pedro canijo!

Por él, me hice de un amor sufrido.

Hombre que hace lo que le da la gana, 

que amenaza cuando se siente herido.

Queremos ser chorreadas y engendrar prole, 

para que nos canten al oído.

“Amorcito corazón”, dulzor de la palabra. 

¿Dónde nuestro carpintero cantor?

Soñamos “compañeros en el bien y el mal”,

y admitimos borrachos que van y vienen, 

que nos quieren y no. 

¡Ay, Pedro, Pedro querido!

El que canta y llora es bueno, 

porque, en las lágrimas, se redime.

Galán, a punta de pistola, guapo como ninguno. 

Ahí viene el charro cantor,

aquí truenan sus pistolas o nos lleva el río.

Chantajea el que ama, grita el que quiere. 

“Es por tu bien que te encierro, amor mío”.

¿La culpa la tiene Pedro o culpa tiene quien lo hace compadre?

“Noche tras noche” vamos hilando el destino. 

Hoy, ni a caballo, ni dos alegres compadres. 

“Me cansé de rogarle”, de vivir un amor sufrido.

Que ya existen las películas a color, 

los machos, machos son y, en últimas instancias,

Pedro era novio de mi abuela y no mío.

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Poemas que posan para los turistas

Vendrán a mí los poemas, lloverán sobre el océano,

peces, arrecifes nadarán, besarán algas y corales;

como las mantarrayas, se esconderán en la arena,

posarán junto a los turistas como estrellas de mar.

En neopreno, descenderé profundidades: escribiré.

Afilado el arpón, humeante de grafito, 

caerán entre las sombras, vestigios de ballenas que ya no son, 

que fueron petróleo y grasa para los vikingos.

La puntería, la prueba y el error, ¿atraparé un mito?

quizá un verso, quizá una estrofa, acaso un punto.

El arpón se hará más ligero y sabio, no atraparé nada,

regresaré a casa inundada de mar, de un mar que no maté,

de un mar que renació en mí para brotar de mis manos. 

 

Comen poemas mojados en leche, uno dos tres gatos

 

Árbol del que nacen y cuelgan poetas.

Dioses que escupen nuestras manos.

Cabezas palabras, palabras atrapadas con cuerda,

hilos serpientes, siglos sigilosos, silbantes.

Catálogo de cafés y puros: uno dos tres poetas

que escriben notas noctámbulas nocturnas;

garabatos garabateados ante un lápiz hambriento.

Follaje de poetas, plumas de gallo, gallina, ganso, 

ganzúas para abrir cerrojos,

escupen las manos de las princesas.

Árbol del que cuelgan los poetas, saliva savia.

Columpios de cabezas que escupen planetas. 

Comen poemas mojados en leche, uno dos tres gatos.


Disparo a la luna
 
Sin equipaje, sin tripulación,
sin hacer escala,
voy a la luna como Cyrano:
con frascos de rocío
amarrados al cuerpo.
 
Dicen que ahí van los poetas,
los amantes y los locos.
Que el beso de la muerte los traslada
para remunerarles el destierro.
Piso la tierra lunar como vil polizonte.
Hay un bar abierto en cada cráter
y el alcohol está mezclado
con polvos de estrellas.
 
Me recibe el Torrente,
cuyos muros visten
versos de la mano de Baudelaire.
Los muros te susurran,
te acarician la entrepierna,
te emancipan el espíritu.
 
Los impresionistas se juntan
en los géiseres de ajenjo,
más de alguno levita
y se pierde en una nebulosa
por un tiempo.
 
Aquí, la bohème
sigue la fiesta por las galaxias,
se divierte montando cometas,
y se juega la muerte
esquivando meteoritos.
 
Van Gogh se sienta en una banca
a observar el cielo, a pintar la tierra.


La mar
 
He visto el nacimiento de un pájaro,
el brote de un tallo en el aprisco.
He contemplado los capullos de los nardos
y la crisálida de una mariposa,
pero no he visto al mar
nacer
de la profundidad de un abismo.
 
Suelta sus pétalos la magnolia,
el albatros se tuerce el cuello
en un palangre,
encallan en playa
delfines y ballenas,
y cientos de cangrejos mueren
aplastados al salir de la selva.  
Pero,
¿quién ha visto al mar convulsionarse?
 
Morirá la mar,
como los cardos, como la noche;
cuando no queden
conchas, cucarachas de mar,
sirenas o tritones.
 
Mas,
¿a quién se le quebrarán los ojos
cuando la piel se le enjute,
cuando el pulso se le detenga?
¿Quién quedará después del mar?
¿Quién prometerá
hacer de sus lágrimas
un manto acuífero?

Selección de textos. Roberto Cifuentes

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