Cientos de personas trabajan en el casco antiguo Paiporta, pueblo considerado el epicentro del temporal que azotó Valencia y que causó al menos 211 fallecidos y un número indeterminado de desaparecidos. Allí, en calles estrechas, se apiñan cientos de vecinos y voluntarios en una interminable lucha contra el barro.
Con 62 fallecidos hasta ahora, es el pueblo que más muertos ha registrado por las inundaciones y sus calles siguen inundadas de barro y lodo desde que lo arrasó el temporal el pasado martes.
En la enrevesada cuadrícula del casco viejo, más allá de para recoger a los muertos, aún apenas se ve personal de seguridad, solo llegaron amigos y voluntarios.
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En la zona nueva, la presencia de la Unidad Militar de Emergencias (UME), del Ejército e incluso de Bomberos portugueses o policías locales de otros pueblos de la región ya es importante.
En las zonas agrícolas de Valencia el trabajo ‘a tornallom’ (en comunidad) hacía que unas familias acudieran a las alquerías (casas rurales) de otras a ayudar cuando hacía falta y así se trabaja ahora en Paiporta, aunque los resultados tardan en verse.
De momento lo que se ven son enormes acumulaciones de trastos, que a modo de trinchera dominan las calles, bien en su parte central o bien en uno de sus laterales. En el caos, hay cierta sensación de orden que hace apenas un día no existía.
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En las calles algo más amplias, hay suerte y alguna excavadora puede hacer el trabajo gordo, en el resto, es labor de pico y pala. “Parece que estás barriendo el desierto”, lamenta Javier, un vecino de Valencia. “La gente está superimplicada. (…) Yo me quedo hasta que aguante el cuerpo», afirma.
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Otro voluntario, Ramón, perdió la cuenta de la veces que recorrió arriba y abajo la calle arrastrando una puerta para tratar de devolver al barranco una mínima parte de lo que les escupió, pero no desfallece. “Si quito cien kilos, cien kilos menos que tiene que quitar quien vega mañana”, resume estoico.
Unos y otros caminan a ciegas porque el suelo es un eterno charco en el que el agua llega en bastantes calles más allá del tobillo. Nada comparado con lo que se vivió, pero un riesgo añadido para los voluntariosos limpiadores.
Maite tiene una tienda de ropa. En realidad, la tenía. “Lo he perdido todo, toda mi vida. La he salvado (la vida), pero he perdido todo”, asume resignada. No quiere hablar porque cuenta que no puede hacerlo sin llorar y menos cuando recuerda cómo salió viva.
“A nosotros no nos avisó nadie y de repente entró una ola. Cerré el cristal pero no me dio tiempo a cerrar la puerta y entró el agua. Me salvó un vecino. Yo oía que me llamaba y me sacó al final por una claraboya pero estuve cinco horas nadando”, rememora temblando.
Detrás de ella una cuadrilla le pregunta si quiere comer algo. “A toda esta gente que ha venido no los conozco de nada y a los que vinieron ayer tampoco. Sin ellos no hubiéramos podido hacer nada”, asegura.
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En otra calle del pueblo, la de la Virgen de los Desamparados, muy estrecha, la marca del agua llega a los dos metros. Fue de las que más se taponó y los vecinos cuentan que eso hizo subir aún más el nivel. Allí se ha juntado una suerte de ‘brigada internacional’. Cepillo en mano, cuentan que son de Francia, Austria, Ecuador o Argentina… pero también de las ciudades españolas de Albacete y Cartagena (este).
Las calles se suceden, el barro no da tregua. Los capazos con barro esperan alineados a una cadena humana que los saque de allí con un destino incierto. Hay quienes buscan desesperados alcantarillas a las que abocar el fango, pero la mayoría están colapsadas. La única solución es ir empujando el barro hacia el enorme cauce que hace unos días se desbordó y por el que ahora apenas corre un hilo de agua. EFE