Por: Adrián Zapata
La ley para la protección de la vida y la familia fue archivada por el Congreso de la República, acatando la petición que le hiciera el presidente Giammattei. Hubo innumerables análisis jurídicos sobre ella. Pero quien zanjó el debate fue el propio mandatario cuando aceptó que viola la Constitución y dos Convenciones internacionales de las cuales Guatemala es signataria.
Pero, más allá del debate jurídico, lo que me parece muy importante analizar es cómo se puede interpretar este intento de la mayoría dominante en el Congreso de aprobar semejante adefesio legal.
Para intentar dar una respuesta, es pertinente un análisis sociopolítico.
En término sociales, el fundamentalismo religioso ya es profundo en nuestra sociedad. Los diputados no fueron incoherentes con él. La gran mayoría de las iglesias evangélicas, que florecen como hongos, tienen la principal responsabilidad en este lamentable fenómeno. Esta afirmación no niega, en lo absoluto, el reconocimiento al derecho a la fe que puedan tener quienes la poseen. Aprecio, sin ser religioso, la visión cristiana del mundo y de la vida, donde Dios es amor. Los dogmas religiosos deben ser objeto de respeto, aunque no los compartamos.
Sin embargo, la interpretación extrema de las ideologías (incluyendo obviamente las religiosas y las políticas), plantean una visión del mundo y de la vida en blanco y negro. Es una simplificación extrema que todo lo explica a partir de dicha interpretación intransigente. No hay espacio para lo que se salga del absoluto en el cual se cree. Requiere un alineamiento literal a la creencia que se sustenta.
El fundamentalismo, por lo tanto, al asegurar que posee la verdad absoluta considera la discrepancia con ella como inadmisible.
Cuando el fundamentalismo religioso se junta con la política, la convivencia humana se vuelve imposible. La fe, fundamentalista, vuelve necesario arrasar con “los infieles”.
Y esa es la filosofía que inspira la ley para la protección de la vida y la familia. Pero dicha ley fallida es tan sólo una de las expresiones del fundamentalismo. Éste hace imposible concertar un pacto social para sustentar un Estado.
En el caso que analizamos, quienes hoy tienen cooptada la institucionalidad en Guatemala practican una vida esquizofrénica. Al mismo tiempo que se rasgan las vestiduras con el látigo de la virtud asumida desde la perversión fundamentalista, se entregan a la degeneración moral de la corrupción y el mantenimiento de la impunidad.
Desde esa esquizofrenia se expresa un discurso que blandea el látigo de la “virtud” únicamente para aniquilar la discrepancia y para proteger la depravación que practican en la vida real, particularmente en la política.
Se trata de homosexuales condenando la homosexualidad (que por principio no puede condenarse), de corruptos levantando la bandera de la virtud, asumida desde una visión fundamentalista.
La ley ahora engavetada es producto del maridazgo del Estado con la religión, el cual tiene en el fundamentalismo un sustento filosófico ideal para consumar una práctica siniestra.