Vicente Antonio Vásquez Bonilla
Escritor

Dos o tres semanas atrás, Aquilino visitó a su amigo Dionisio y le contó que la noche anterior no había podido dormir y que, por largo tiempo, nervioso, daba vueltas y vueltas en la cama sin poder lograrlo y que de repente sintió la presencia de un extraño a los pies de su lecho y al abrir los ojos, asustado, en la penumbra contempló a su difunto padre, de pie y viéndolo con fijeza.

-¡Sí!, ahí estaba -le aseguró a su cuate, aún con el temor reflejado en su rostro-, viéndome, sin una sonrisa o un gesto de enojo. No era una figura amenazadora, más bien, conservaba una fría calma que me helaba la sangre.

-¿Y qué pasó? -lo interrogó Dionisio, contagiado del temor que veía en su amigo, pero conservado una pizca de incredulidad.

-Pues, ante el silencio que mantenía la aparición, venciendo el miedo, me animé a preguntarle que qué deseaba.

-¿Y…?

-Al principio, pensé que su alma andaba penando y que me iba a pedir oraciones para lograr su descanso eterno o quizás, hasta unas misas. Pero no. Me dijo: prepárate que vengo por tu madre y luego se desvaneció.

-Pero tu madre -le respondió, tratando de animarlo-, no llega ni a los cincuenta, es fuerte y goza de buena salud.

-Sí —reconoció, pensativo. A lo mejor lo que tuve fue una pesadilla. Pero me pareció tan real.

Aquilino recobró la calma. Efectivamente, su madre se encontraba en óptimas condiciones de salud y decidió olvidarse de la dudosa visita de ultratumba y continuar con su vida normal. Ambos amigos no volvieron a tocar el tema.

Y hoy, de repente, llegó Aquilino a la casa de Dionisio, lloroso, a comunicarle que su madre había muerto en un accidente y que el aviso premonitorio de su difunto padre, real o imaginario se había cumplido. Apesarado, le pidió que lo acompañara al velorio y al entierro; indicándole que ambos se efectuarían en su pueblo natal. “En casos como este, es cuando se demuestra la amistad”, se dijo Aquilino. Y por el afecto que los une, decidió acompañarlo.

Los dos amigos se trasladaron a la lejana aldea y después de introducirse por sembradíos de milpa llegaron a la humilde casa; ya los deudos del lugar habían preparado el altar fúnebre y la difunta reposaba en un ataúd de pino barnizado, rodeado de flores blancas y de candelas de titilantes flamas.

Al llegar la noche, los vecinos se congregaron en gesto solidario. Las mujeres oraban en la habitación que hacía las veces de capilla mortuoria. Los hombres dispersos en el corredor y en el patio, se entretenían jugando a las cartas o platicando en pequeños grupos; algunos fumando y otros con un vaso de licor en la mano, dizque para espantar al sueño.

A la una de la mañana, Dionisio se sentía cansado y excusándose, se fue a dormir al único cuarto que quedaba habilitado debido al funesto acontecimiento. La humilde vivienda carecía de luz eléctrica, pero auxiliado de una candela logró acomodarse en medio de la aglomeración de artículos apilados provisionalmente y en desorden debido a la emergencia.

Dionisio al arrullo de los alabados, de las lamentaciones y de las oraciones comenzaba a dormirse, cuando los perros empezaron a ladrar y en el recinto fúnebre alguien gritó:

-¡El demonio! ¡Viene el demonio! ¡No dejen que se acerque!

En la oscuridad de la habitación, Dionisio recuperó la conciencia y sintió los escalofríos del miedo.

Mientras tanto, en el exterior alguien más dijo:

-¡Sí, es el demonio! ¡No dejen que se acerque! ¡Tírenle piedras!

Después de algunos minutos de incertidumbre, acompañados de gritos y de violentos movimientos en el exterior, que no logró identificar, la calma volvió.

Los rezos continuaron, y de nuevo el joven empezó a ser invadido por el sueño, aunque el temor ante lo desconocido atenazaba su espíritu. Cuando todo parecía haber vuelto a la normalidad y que el sueño le daría la tranquilidad perdida, los perros empezaron a ladrar de nuevo. Y otra vez los gritos de alarma:

-¡El demonio! ¡Regresó el demonio!

Y los movimientos de aprensión se sentían adentro y afuera de la vivienda. Mientras tanto, Dionisio temblaba de terror. Recordó que ese día, por mala suerte, era el tenebroso treinta y uno de octubre. Día de brujas, demonios y fantasmas.

Si a su amigo Aquilino se le había aparecido su difunto padre, no fuera a ser que, a él, también le sucediera lo mismo o lo que es peor, se le presentara hasta el mismo cachudo, y con algún mensaje premonitorio de mayor y nefasta envergadura. Y debido al temor que lo invadía, ya se veía él mismo, arrastrado por el diablo y arrojado con violencia dentro de las llamas del infierno, condenado a sufrir crueles tormentos en medio de los miles de desdichados que, por sus múltiples pecados, están sentenciados al sufrimiento eterno y quienes gimen en vano por un gesto de misericordia que nunca llega.

Como pudo, en la oscuridad de la habitación, tropezándose y derribando cosas insospechadas, alcanzó la puerta, la abrió y salió del cuarto a la sala fúnebre, envuelto en una sábana blanca, con el rostro desencajado y con el pelo alborotado.

-¡El demonio!, ¡El demonio está aquí! -gritaba con los ojos desorbitados.

-Sí, pero no te preocupes -le dijo Aquilino, con envidiable calma-, ya lo correteamos. ¡Perro infeliz! Viene a matar a las gallinas.

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