Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Tío es sumamente parco en sus visitas. Podría decirse que su presencia en nuestra casa es todo un acontecimiento. Ahora bien, el hecho de que no nos visite muy frecuentemente no quiere decir que el lazo afectivo que nos une sea débil. Todo lo contrario, es precisamente porque sus visitas son tan poco usuales que verlo llegar nos causa un verdadero gozo.

En lo particular disfruto mucho conversando con él. Es cierto que abusa un poco con eso de la moralidad, la rectitud y todos esos asuntos, pero analizando más a fondo la cuestión he llegado a creer que es mejor así. Es más, uno va cambiando sus valores y lo que al principio cree que es un exceso de mojigatería, poco a poco lo va viendo como una buena forma de vivir.

Pues sucede que vino a visitarnos. Al nada más entrar a la casa me dio un fuerte abrazo y me dijo que me veía muy bien. Yo le contesté más o menos lo mismo. Le dije que por él no pasaban los años, que qué bueno verlo y todas esas cosas sinceras que se le dicen a la gente a quien uno realmente quiere y aprecia. Inmediatamente convinimos en que la ocasión era digna de ser celebrada por allí. Me preguntó por algún lugar bonito y tranquilo. Yo le respondí que aquí a la vuelta habían abierto hacía poco una cantina muy decente, que brindaban un servicio muy bueno, que servían muy buenas bocas y que uno se podía sentir muy a gusto en ese lugar. Hacia ahí nos dirigimos.

Por alguna causa comenzamos a platicar de uno de sus hermanos, o sea otro de mis tíos, que había caído en la desgracia del vicio ingrato del alcohol. Entonces él comenzó a darme un extenso y severo sermón al respecto de lo dañino que es el licor.

-Mirá -me dijo-, el licor sólo para meterlo a uno en problemas sirve.

Estuve de acuerdo con él, en primer lugar porque creo que no dejaba de tener razón, y en segundo lugar porque estoy convencido de que para llevarse bien con el prójimo hay que estar siempre de acuerdo con sus ideas o creencias. Máxime tratándose de que él estaba pagando los tragos y además, y como ya lo tengo dicho, siento por él un gran cariño.

-Eso es lo que me gusta de estar con vos -me dijo-, que siempre estás de acuerdo conmigo. ¡Salud!

Luego, como estábamos con el tema comenzó a hacerme una somera explicación al respecto del maldito problema alcohólico. Que uno de los primeros y más claros indicios era que un individuo entraba a la cantina a beber licor sin compañía alguna; es decir, en forma solitaria; después, y conforme iba pasando el tiempo se iban perdiendo la vergüenza y el pudor. Y me hizo una relación bastante extensa y mejor documentada del problema. Yo a todo le decía que sí, que correcto, que estaba absolutamente de acuerdo con él y que salud. La plática estaba muy agradable y los tragos mejores aún.

De pronto llegó un individuo que llevaba puesto un suéter azul. Se sentó por ahí y pidió un trago. Fue atendido y se puso a beber solito, sin molestar a nadie. Tío se percató del asunto y me pidió que prestara atención, que ese era un claro candidato a alcohólico, pero que no había que quedarse cruzado de brazos, que había que hacer algo por ese muchacho, ya que a las claras se veía que no era malo, así que se levantó y llegó hasta su mesa.

-Mire joven -le dijo-, por su bien, retírese inmediatamente de aquí.

Se hizo un silencio sumamente molesto, ya que los demás parroquianos se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. El muchacho sólo se quedó mirando a tío y continuó allí sentado. Yo no sabía qué hacer, ya que comprendía que tío estaba actuando de buena fe, pero también me daba cuenta que estaba poniendo al muchacho del suéter en una situación sumamente difícil. De pronto el tipo, que según se pudo ver era un tanto violento, sin decir palabra alguna se levantó y le propinó a tío un tremendo bofetón y lo hizo caer de espaldas. Sumamente alarmado lo levanté del suelo y como pude lo senté en su banco. Con la ayuda de su pañuelo y del mantel de la mesa me puse a limpiarle la sangre que le manaba abundantemente de la nariz. Entonces y con el ánimo de recriminarle su actitud me dirigí hacia el individuo ese que en forma tan grosera había tratado a mi tío. Y toda la gente mirando. Quise brindarle una oportunidad y lo reté a que hiciera nuevamente lo que había hecho, pero le advertí que de hacerlo se atendría a las consecuencias. El hombre se levantó, le fue a dar otro horrible bofetón a mi pobre tío y lo botó del banco. Y la gente mirando. Yo sentí que la vista se me nublaba, que toda la sangre se me iba para la cabeza e inmediatamente me dije a mí mismo que eso sí que no lo iba a permitir. Y estaba a punto de cometer un disparate cuando de pronto recapacité, levanté nuevamente a tío y pude darme cuenta de que el salvaje ese le había roto dos dientes. Hubo entonces un instante de incertidumbre en el que no supe qué actitud tomar, pero me dije a mí mismo que no valía la pena rebajarse y hacer cosas vergonzosas dando pobres espectáculos en la calle, así que decidí darle una nueva oportunidad al sujeto ese y le dije que si se atrevía a hacer lo mismo entonces vería quien era yo. Sin darme tiempo a nada se volvió a acercar a mi tío, le propinó otra brutal bofetada y otra vez lo botó del banco. Y la gente mirando. Corrí de nuevo a levantar a mi tío y me di cuenta de que ya un ojo lo tenía totalmente cerrado.

-Vea tío -le dije, -mejor nos vamos porque si la cosa sigue así, no sólo el bárbaro ese lo va a matar sino que me va a poner enojado y después ya no respondo-. Y haciendo grandes esfuerzos lo saqué de la cantina y nos fuimos para la casa.

Cada vez estoy más convencido de eso que dice mi tío al respecto del licor, que sólo para meterlo a uno en problemas sirve.

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