Rómulo Mar
Escritor

Los viajes del pensamiento,
las viejas construcciones;
los paisajes de memoria,
las rejas de aquel tiempo.

– A Antigua vayamos –me propuso mi amigo.
– ¿A Antigua…? Mmmmm… Bueno, vayamos allá pues.
Las decisiones, dicen, son ríos que lo arrastran a uno a destinos totalmente desconocidos. Cabal, lo que estaba por acontecer sería lo más inesperado y de extremos insospechados. A la par de lo bello puede haber algo maligno…
Antigua Guatemala, la Ciudad Colonial, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, es romántica, delicada; un paseo por el pasado. Un lugar donde el tiempo se detuvo, donde es fácil imaginar a los conquistadores españoles recorriendo sus calles empedradas.
En los tiempos actuales, Antigua Guatemala es visitada por multitud de turistas. Alemanes, suizos, franceses, chinos, gringos, holandeses… Toda clase de extranjeros se da cita allí para solazarse, tomar fotos, hacerse una selfie, filmar documentales, comprar souvenirs, viajar en carruajes jalados por caballos y admirar su arquitectura renacentista y su exuberante estilo barroco. Los viajeros se enamoran de ella y se van encantados. Es mágica.
Hace cerca de 500 años, el rey Felipe II le dio el título de “La muy Noble y muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Goathemala”.
Los ecos inmortales
de calles empedradas
despiertan los gorjeos
del alma de juglares.
Es la ciudad-ensueño,
de las perpetuas rosas,
la de los tres gigantes
y faroles eternos.

La mirada se traba
en sus techos de teja
y se pierde y aleja
en los pechos de lava.

Allá decidimos ir nosotros dos también con nuestro par de quetzales con poco valor adquisitivo. Abordamos una camioneta en la capital y nos fuimos muy ilusionados.
Íbamos bien cómodos en nuestro sillón, por suerte. El chofer, por su parte, corría por la Calzada Roosevelt con el caite hundido en el acelerador. En el camino, como es habitual, fue recogiendo más pasajeros. Pasajero tras pasajero tras pasajero alimentaba a aquella nave del olvido.

Cuando enfiló por la ruta Interamericana, con la música grupera que desbordaba, el autobús ya iba totalmente lleno, “atascado” se diría en forma vulgar, con muchísima gente parada, desde luego y, a pesar de ello, ¡a toda velocidad! Los hombres y las mujeres que subían y bajaban subían y bajaban subían y bajaban lo hacían “al pedalazo”, volaban, ya que el conductor solo desaceleraba, pero nunca se detenía completamente, jamás bajó de segunda ni en las cuestas.
– Yo soy el dios del viento –afirmó en cierto momento el antipático, desconsiderado, irresponsable e inculto hombre del volante.
A nosotros nos tenía totalmente sin cuidado el entorno,
nos sentíamos muy bien, hasta hacíamos bromas,
no nos importaba que fuéramos tan apretados
y a tan alta velocidad, pues lo único que
lográbamos comprender era que así
llegaríamos más rápido
a nuestro destino.
– ¡Vivo, vivo, vivo! –gritaba el ayudante
azuzando a las personas
para que se apuraran.
Calculamos que los 45
kilómetros serían devorados
en media hora,
a razón de kilómetro
y medio por minuto.
Una gran hazaña.
La Veloz Antigüeña,
cual carro de Fórmula 1,
emprendía las subidas
y bajadas
como centella.
Lo mismo hizo
en la conocida Cuesta las Cañas,
el tramo de las mayores
tragedias del transporte
en nuestro territorio.
Agarró para
abajo
como
alma
que
lleva
el
diablo
.
.
– ¡No agarran los frenos!
– ¡No agarran los frenos!
Oímos repentinamente
decir al piloto.
Todos nos
espantamos
y gritamos
como
locos.

..
.
La noticia corrió como reguero de pólvora, se informaba que ninguno de los que viajábamos en la mencionada camioneta quedó vivo. Todos morimos.

Artículo anteriorPOESÍA
Artículo siguienteEl hombre y la mujer “light” de nuestro tiempo