Mauricio José Chaulón Vélez
Escuela de Historia, Universidad de San Carlos de Guatemala

Como todo fenómeno social, la Semana Santa se ha transformado. Como tradición, mantiene sus elementos centrales. Sin embargo, el contexto sociohistórico de las relaciones que le dan forma corresponde a un sistema de producción, el cual afecta de diversas maneras el todo. Y cada uno de los cambios, presencias y ausencias en la Cuaresma y Semana Santa tienen su explicación social e histórica.

A eso se refiere este breve artículo, intentando aproximarse a lo que ya no hay en nuestras Semanas Santas y por qué. Es posible que muchos de los elementos que se mencionen los hayamos vivido, o no. Causará diversas reacciones en las lectoras y lectores, aunque no se aborde la totalidad de lo que ya no existe. Usted, de seguro, recordará datos muy particulares de su barrio, de su colonia, de su aldea, de su municipio. Pero, posiblemente, también de su casa, de su familia, de sus relaciones más cercanas.

Comienzo hablando de las matracas en los templos. Desde el Jueves Santo hasta el Sábado Santo, el toque de campanas no se hacía. Lo que se escuchaba era el sonido lastimero y duro de la matraca. Grandes matracas de madera, como molinos, anunciaban los oficios del Triduo Pascual, pero también la salida y la entrada de las procesiones. Jesús de Candelaria, Jesús de la Merced y los Santos Entierros se acompañaban desde los campanarios de sus iglesias con este sonar fúnebre y de temor. Ya no hay matracas, sólo las de los inspectores de filas en las procesiones. ¿Por qué? He encontrado múltiples respuestas e hipótesis: lo caro de su mantenimiento, perdiendo así el interés de párrocos y capellanes que no le prestan importancia a las tradiciones populares. La pérdida de solemnidad en la tradición misma, debido a la movilidad agitada en grandes centros urbanos, propia del capitalismo, que se traslada a los cortejos procesionales. Muchas personas se trasladan rápidamente para no perderse el espectáculo de los desfiles procesionales, y pierden el sentido de la solemnidad. La matraca ya no importa, y al dejar de ser importante se pierde la que era la estética sonora de esas horas solemnes.

Hay otro sonido que ya no se escucha: el de las máquinas de escribir durante las inscripciones para la compra y venta de turnos. La computadora y los sistemas electrónicos de archivos han sustituido en todos los ámbitos sociales a la máquina de escribir. Sólo algunos tramitadores alrededor de edificios públicos las utilizan. Era común entrar a los salones de inscripción y escuchar el tecleo. Miembros de hermandades y asociaciones llevaban sus propias máquinas de escribir. Otras, tenían las propias. Y en algunos casos, se prestaban a oficinas. La inscripción hoy es a través de la electrónica y la banca. Son muy pocas las asociaciones, cofradías y hermandades que recurren al recibo escrito a mano y casi ninguna lo hace con la máquina de escribir. Han pasado a ser objeto de museo u objetos decorativos. Y mientras el cucurucho-cargador se dimensione como un cliente, el proceso de facilitación a través de la rapidez tecnológica seguirá dándole su lugar a la electrónica y no a la escritura mecánica y menos manuscrita.

En ese sentido, también ha desaparecido la figura del “deudor”. En el proceso de inscripciones para poder cargar las imágenes de devoción, muchas personas no tenían la disponibilidad de dinero en efectivo. El precio de los turnos ordinarios oscilaba entre 1 y 5 quetzales hace algunas décadas atrás. Y para varias personas era difícil inscribirse y pagar en todos los cortejos procesionales, por lo que las hermandades y asociaciones contemplaban al sujeto deudor. Se colocaba un sello o una nota en el recibo, y para recoger el turno correspondiente debía de cancelarse la suma adeudada. Aproximadamente hace una década, los últimos deudores desaparecieron en definitiva. Las asociaciones pequeñas aún los mantuvieron, hasta que el nivel de los gastos por el encarecimiento de los elementos materiales que construyen la procesión, determinó que toda persona pague su turno en el momento de inscribirse.

Las diferencias sociales entre las entidades organizativas de las procesiones de la Semana Mayor, se evidenciaban en la venta de los turnos. Muchas no las completaban. Por ejemplo, era común observar cómo en cortejos procesionales tradicionales iba una persona delante de los ciriales y la Cruz Alta vendiendo turnos, en un maletín. En las procesiones grandes esto era impensable, pero en las pequeñas no. Se necesitaba cubrir los gastos y si había personas dispuestas a comprar turnos eran bienvenidas. Si bien es cierto que actualmente algunas hermandades no venden la totalidad de sus turnos, ya es mucho menor este fenómeno de vender las cartulinas en los mismos cortejos. Lo que no se vendió, se queda y se van completando los espacios en las mismas cuadras. Muchas asociaciones quedan satisfechas con lograr completar los turnos de salida y entrada, los cuales tienen un precio más alto, pero que en el caso de las procesiones pequeñas no se comparan nunca, por alto que parezca su precio, con las más grandes.

Esta dinámica económica también se observa a nivel macro. Hace unos años atrás, a partir del día Miércoles Santo al mediodía, y sobre todo desde el Jueves Santo, la mayoría de comercios en los distintos centros urbanos cerraba. Era frecuente escuchar que había que “apartar el pan” con anticipación, o llenar la alacena con todo lo necesario, ya que los mercados, las abarroterías, las misceláneas, las tiendas, las panaderías, los supermercados, los restaurantes y hasta las farmacias no abrirían en Semana Santa. Se encontraban abiertas aquellas cafeterías o comedores por donde pasara la procesión. Sin embargo, el silencio comercial dominaba y la actividad normal mermaba. Hoy es diferente. La dinámica capitalista del flujo de dinero circulante exige no detenerse. No obstante, hay tiendas de barrio y de colonia, así como panaderías y otros negocios pequeños que cierran. Esto tiene que ver con una dinámica de pequeña y mediana empresa, en las cuales las relaciones aún son familiares o más cercanas. Los propietarios y los trabajadores mantienen una relación social distinta a la frialdad y anonimatos de la gran empresa. Y aunque no se gane en dos o tres días, se prefiere el descanso y en algunos casos mantener la tradición. No obstante, muchos comercios abren y muchas industrias no se detienen en la producción. Un ejemplo lo constituye la zafra azucarera, uno de los procesos de explotación laboral más profundos que existen en Guatemala. Para el capitalismo, cualquier oportunidad de generar plusvalía es aprovechada y más si se trata de una época de alto consumo, generando el mismo sistema necesidades que son potencializadas para aumentar la cuota de ganancia.

Volviendo al tema más específico de los cortejos procesionales, ya no se observan “lloronas” en los mismos. Era común que en procesiones de barrio y de colonia, mujeres detrás de las andas acompañasen con llantos lastimeros toda la procesión. Asimismo, delante de las andas, era común ver a hombres representando la pasión de Cristo, con autoflagelaciones actuadas o verdaderas. Estas también han desaparecido, debido al impacto causado sobre todo en los niños y niñas. También han ido desapareciendo las y los acompañantes con velas, en completo silencio, porque la iluminación eléctrica y en tecnología denominada “led”, como desarrollo de las fuerzas productivas, han sustituido esta práctica.

En este sentido, ya no hay cortejos procesionales silenciosos. Ni siquiera la llamada “procesión del silencio”, del Primer Jueves de Cuaresma con la imagen de Jesús Nazareno de los Milagros, del Santuario Arquidiocesano del Seños San José, lo es ya. Desde 1983 lleva una banda que la acompaña con marchas fúnebres. Su sentido de Vía Crucis en la madrugada o en horas de la noche, en completo silencio, no existe más. Ahora, se trata de un cortejo procesional siempre como Vía Crucis, pero con toda la parafernalia común. El sentido penitencial se ha transformado. ¿Qué sucedería si retornásemos a esos silencios?

Era lo que sucedía el Sábado Santo, en la vigilia de la resurrección de Cristo, pero dentro de la solemnidad del Triduo Pascual con sentimiento fúnebre. Para expiar pecados, a las niñas y niños se les daba una “tunda” pequeña con cinturones de cuero, preferiblemente. No era nada peligroso, sino meramente simbólico. En algunos casos, ni siquiera se bañaban algunas personas, ya que decía la tradición popular que se podían convertir en sirenas. La sirena, como símbolo de las tentaciones en la iconografía cristiana renacentista y barroca, está ligada a estas creencias. Esto ha quedado en el olvido de manera paulatina, siendo sustituido por una dinámica de modernidad.

Las transformaciones, entonces, afectan también a un fenómeno como la Semana Santa guatemalteca. No está exenta, porque antes de ser religiosa es social. Y ningún fenómeno social, por más acentuado que se encuentre en la tradición, está libre de ser transformado. Ninguno se estanca y se establece en las dinámicas de relaciones complejas del modo de producción al que pertenece.

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