Luis Méndez Salinas
Universidad de San Carlos de Guatemala

En 1714 alguien tatuó la palabra “cárcel” en la piel de una imagen religiosa que, 300 años después, será el principal objeto de culto en un barrio de la parte norte de la Ciudad de Guatemala. Este quizá parezca el inicio de una pieza de ficción, pero no lo es: el torso completo de la imagen de Jesús Nazareno de los Pobres, que hoy se venera en la parroquia San Antonio de Padua –en el Barrio San Antonio, de la zona 6– es un manuscrito fuera de lo común.

El texto-tatuaje-documento fue encontrado durante un proceso de restauración en el año 2007 y dice, literalmente: “De la cárcel soy P.D.F. Jacintho Santa Corleto año de 1714 me costó 40 pesos”. Debajo de esta enigmática línea inicial se escribió un inventario completo de varias imágenes que también datan de principios del siglo XVIII. A partir de este descubrimiento, la imagen misma ha venido a contar su historia y son los vecinos del barrio quienes han sabido resguardarla, asimilarla y construir a partir de ella un asidero importante de su identidad comunitaria.

Se sabe que la talla original, elaborada en 1714, correspondió a la imagen de San Pedro Pascual –obispo, mártir y santo de la orden mercedaria. Desde entonces, formó parte del acervo escultórico del templo de La Merced y fue trasladada a la Nueva Guatemala de la Asunción junto con la mayor parte de bienes de la iglesia –incluyendo a Jesús de La Merced– en 1778. Tiempo después, la imagen cayó en desuso y muchas de sus partes se perdieron. No es sino hasta mediados del siglo XX que el sacerdote jesuita José María González la encuentra prácticamente tirada en una bodega del templo mercedario con varias imágenes que ya no estaban en veneración.

Entre 1956 y 1966, el padre José María ejerció como párroco en el Barrio San Antonio, y recordó la imagen que encontró varios años antes en la bodega de La Merced. Los vecinos del barrio se enteraron del hallazgo, se organizaron y pidieron –por intermediación del sacerdote– lo que se conservaba de la talla para acondicionarla como Nazareno y sacarla en procesión cada Semana Santa. Su restauración y modificación fue encargada al escultor Emilio Vassaux, quien la entregó oficialmente el 24 de marzo de 1966. Ese día, se publicó una extensa nota sobre la imagen en el diario El Gráfico, que aún hoy es testimonio de la alegría que provocó el Nazareno de los Pobres –bautizado así por el propio padre González– al llegar a su nueva casa. Los vecinos lo llevaron en procesión, y fue bendecido en el interior de la iglesia del barrio, junto con la imagen de la Virgen de Dolores, que también proviene de la iglesia de La Merced.

Desde entonces, el Nazareno ha sido uno de los ejes sobre los que gira buena parte de la vida comunitaria en el Barrio San Antonio. En los años 60 y 70, su procesión se llevaba a cabo la mañana del Viernes Santo, y desde 1978 hasta la fecha su día grande es el Miércoles Santo. Muchas son las personas que han trabajado activamente durante más de seis décadas para mantener y acrecentar el culto a la imagen y para dotarla de un sentido que se extiende más allá de la religiosidad popular.
Toda la información consignada líneas arriba no está escrita en libros costosos con magníficas fotografías a gran formato. Los cronistas e historiadores “oficiales” de la Semana Santa guatemalteca no le han dado la atención que merece. Sin embargo, sus propios vecinos, sus propios cargadores la han recopilado, sistematizado y difundido generosamente1, como parte de un ejercicio de memoria que tiene como eje a su objeto sagrado, pero que se desborda hacia el barrio mismo, hacia sus dinámicas, hacia su vida y su práctica cultural –pese a cualquier carencia de carácter económico y pese al prejuicio que implica vivir en una “zona roja” de la ciudad.

Durante casi 25 años viví en lo que antes fuera el Cantón 21, a pocas cuadras del Cementerio de la Villa de Guadalupe. Justo ahí estaba el extremo de la ruta de buses urbanos 14A. El otro extremo de esa ruta era el Barrio San Antonio. Recuerdo que esas tres palabras escritas con letras fosforescentes en pequeños rótulos negros estuvieron siempre presentes, pero nunca pude dotarlas de contenido alguno porque nunca visité el lugar. Los años pasaron, y el concepto del barrio empezó a definirse en mi cabeza a través de las imágenes de nota roja que aparecían en las portadas de los diarios. Cuando eso sucede, uno deja de pensar en lugares vivos, y múltiples puntos de la ciudad se reducen a zonas grises que no tienen nada que ver con nosotros –los que estamos fuera y rara vez pensamos en quienes viven dentro de esas zonas. ¿Quién elabora ese relato? ¿Quién define qué es lo que vemos de los lugares que están cerca de nosotros? ¿Quién marca las diferencias sobre un mapa? ¿Quién anula el sentido que tiene un espacio para los sujetos que lo habitan? ¿Por qué y para qué lo hace?

Encontrarme con el Nazareno de los Pobres, conocer su historia a través de los relatos que conservan sus fieles, e intuir el importante trabajo que activa la parroquia en la dinámica comunitaria me han otorgado una certeza que agradezco: la potencia de los símbolos proviene de su verdad, de la honestidad con que se construyen. La imagen que algún día fue olvidada en las bodegas de un templo suntuoso escogió el barrio que debió habitar desde siempre, y es ahora un imán importantísimo para su comunidad. Pese a tenerlo todo en contra, pese a haber estado en el olvido, el símbolo del Nazareno está vivo, al lado de sus vecinos, y les ayuda a afirmar: “Esto hemos sido. Esto somos. Éste es nuestro lugar”.

1 Véase, por ejemplo, “La historia de Jesús de los Pobres”, video publicado el 29 de abril de 2014 por Edwin Tzi en su canal de YouTube. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=hyGLjOVazD8&t=7s

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