CAROLINA ESCOBAR SARTI
Columnista, escritora y docente universitaria

En este libro del autor guatemalteco Pablo Sigüenza, las palabras no se suceden simplemente unas a otras. Se abrazan entre ellas, habitan mundos, dibujan espejos y reflejos, crecen, menguan, se llenan y se hacen nuevas. Veinticuatro relatos que surgen de una imaginación desbordada y van, de uno a otro, cruzando esquinas luminosas, oscuras y poéticas. En la escritura antropológica de Pablo, hay temas y silencios recurrentes, obsesiones de escritor: las historias cercanas de gente cotidiana; los caminos, ciudades y paisajes recorridos de Guatemala; el tiempo (que es obsesión de escritor porque es obsesión humana); la libertad como utopía que despierta a la palabra; el amor como idea y posibilidad; las relaciones entre mujeres y hombres de los nuevos tiempos; la exclusión y marginación denunciadas sin artificio; y el mundo con piel maya y sabor a maíz.

En sus relatos, hay una interconexión evidente entre una polifonía de voces e identidades literarias, étnicas, y de género. Son territorios simbólicos de humanidad, hibridez, mestizaje, denuncia, nomadismo y descubrimiento de sí y del mundo. Son un poco amanecer a aquello que va en la sangre…al sol que se posa sobre el rostro de maíz moreno. Esta relación amoroso-política que establece este oficiante de la palabra es, sobre todo, una relación entre el corpus de su escritura y los cuerpos que le dan vida a sus personajes.

Maya y Libertad son dos lunas crecientes que, junto a Ana, abren y crecen el libro de Pablo Sigüenza. Una especie de profecía. En Ana es la luna, las mujeres tienen otras texturas, otras voces, y hasta los resultados de sus historias saben un poco distinto. Tanto, que en algún atardecer rojiamarillo, surgen de una nube dos figuras enormes con forma de jaguares hembras. (Supe que eran hembras felinas por la fuerza de su recorrido y el brillo en sus ojos.) De las fauces de una de ellas destilaba el semen de cuatrocientos veranos, y su ala izquierda esparcía sobre el mundo mariposas doradas y luciérnagas encendidas.

Sigüenza enciende sus relatos. En ellos, se respira una luna negra y se llora nada más que de placer (la luna es la música de la playa cuando se pinta en la arena). Los relatos salen de los sueños y las pesadillas, juegan con los planos y las dimensiones de lo onírico y lo real, suben escaleras, montañas, recorren caminos, se mueven, y se ponen a bailar. En ellos yo soy una hamburguesa; soy el símbolo de un sistema antropófago y consumista. En ellos, la finca es la cárcel de la cual el padre jamás sale, porque no se atreve a cruzar el río y llegar al pueblo; el migrante es la desesperanza que a nadie le importa; la guerra en Siria es también la nuestra, porque Siria es Guatemala. Y los peces de la pecera que el autor nunca tuvo, mueren de frío una madrugada. Jamás sabremos si el loco de la cuadra es quien se hospeda en el relato o quien lo lee, porque en esas de imaginar, el autor se convierte en dador de vida, mientras recrea segundas realidades y nos transfiere identidades. ¿Qué es lo real?

Hay ecos diversos alimentando la obra de Sigüenza, como el del inmenso poeta Otto René Castillo, que sólo nos quiso humanos. Sobre estos ecos, una voz única y propia que opera, con un fino bisturí, la vida y la muerte, más allá de la magia que brotó en los bosques y edificios cuando nos volvimos de nuevo adoradores de maderas y piedras, y esculpimos un dios y cinco diosas por cada metro cuadrado. Sobre estos ecos, una escritura para la libertad, porque todas las cadenas fueron destruidas y los dioses y diosas se pusieron a crear.

¡Bienvenida tu palabra Pablo Sigüenza!

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