Carta del escritor enamorado a Gertrude Chataway

El reverendo protestante Charles L. Dogson, más conocido como Lewis Carroll, dejó al morir un registro de correspondencia en el que había anotado los temas y fechas de 98 mil 721 cartas.

Matemático, fotógrafo, dibujante, lógico, excéntrico, tímido, fue –al mismo tiempo que lo anterior– un hombre que tuvo una enorme pasión por las jovencitas que no cumplían los quince años.

Carroll sentía una evidente debilidad por las niñas, y cada época, desde hace un siglo, ha interpretado y matizado qué tipo de atracción, de acuerdo con sus propios valores, intereses y prejuicios. Vladimir Nabokov, por ejemplo, puso juntos a Óscar Wilde y a Lewis Carroll:

«Uno alardeaba de su perversión y fue cogido con las manos en la masa, mientras que el otro ocultaba su humilde pero mucho más malévolo secretito a solas entre las emulsiones de su cuarto oscuro, y terminó siendo el más grande autor de cuentos para niños».

Con todo, y aunque Nabokov afirmó que en su Lolita “El auténtico Humbert Humbert es Lewis Carroll”, ninguna de sus niñas denunció abusos del escritor de cuentos. Gertrude Chataway, lo confirma:

“Por mi parte, sentía el interés normal de los niños por los cuentos de hadas y maravillas, y su facultad de contar cuentos, como es natural, me fascinaba. Solíamos estar sentados durante horas en los peldaños de madera que iban a nuestro jardín hasta la playa, mientras me contaba los cuentos más maravillosos que alguien pueda imaginar, a menudo ilustrando los momentos más interesantes con un lápiz mientras iba contándolos”.

Christ Church, Oxford

28 de octubre de 1876

Mi querida Gertrude:
Sentirás pena, sorpresa y asombro al enterarte de la rara enfermedad que sufrí después que te fuiste. Mandé llamar al médico y le pedí que me diera algún remedio, pues estaba cansado. Me dijo: “¡Pamplinas! Usted no necesita remedios. Métase a la cama”. Le dije: “no, no es la clase de fatiga que necesita reposo. Siento cansancio en la cara”. Puso cara levemente grave, y dijo: “ah, es la nariz. Tal vez haya metido las narices donde no se debe”. Le dije: “No, no es la nariz.
Tal vez sea el cabello”. Puso cara más grave, y dijo: “ahora entiendo, usted tiene los cabellos de punta”. “De ninguna manera –le dije–, y no es precisamente el cabello. Es más cerca de la nariz y la garganta”.

Puso cara aún más grave, y dijo: “¿tendrá a alguien atravesado en la garganta?”. Le dije que no. “Bien –dijo él–, me intriga muchísimo. ¿No serán los labios?” “¡Desde luego! –dije–. ¡Exactamente!”. Entonces puso cara gravísima, y dijo: “Creo que usted ha dado demasiados besos”. “Bien –dije–, le di un beso a una niña, una amiguita mía”. “Piénselo de nuevo –dijo él–, ¿está seguro de que fue uno solo?” Pensé de nuevo, y dije: “quizá hayan sido once”.

Entonces el médico dijo: “no debe darle más hasta que sus labios hayan descansado”. “pero ¿qué haré? –le dije–. Verá usted, le debo ciento ochenta y dos más”. Entonces puso una cara tan grave que las lágrimas le humedecieron las mejillas, y dijo: “se los puede enviar en una caja”. Y recordé una caja que una vez compre en Dover, pensando que un día se las daría a una niña. Así que he empacado los besos con mucho cuidado. Cuéntame si han llegado sanos y salvos o si algunos se perdieron en el camino.

Lewis Carroll

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