Mi amor, recientemente una especie de azar me ha traído la carta que has escrito para consolar a un amigo. En cuanto tuve la dedicatoria frente a mí, reconocí de inmediato que era tuya. Tan ardientemente comencé a leerla, cuanto más grande es el cariño con el que abrazo a su escritor mismo. Pues si he perdido a su persona, sus palabras me permiten, al menos, recrear su imagen. Toda la carta, ¡oh, lo recuerdo bien! despedía hiel y ajenjo, ya que en ella te referías a la miserable historia de nuestra conversión a la religión y a los incesantes tormentos que tú, mi único, padeces.

En aquella carta realmente cumpliste con lo que le habías prometido a tu amigo: en comparación con tus cargas, sus molestias, sin duda, le habrán parecido nada o poca cosa. En primer lugar, expusiste las persecuciones de tus primeros maestros; luego, la inmensa injuria con que te traicionaron en tu cuerpo; además, la abominable envidia y la enorme acechanza a tu fama procurada nada menos que por tus condiscípulos. No te has olvidado de narrar, claro está, las acusaciones contra tu gloriosa obra de teología, ni contra ti mismo, no dejándote en paz como si fueras un criminal. Y desde ese entonces, las maquinaciones de tu abad y tus hipócritas hermanos, y aquellas gravísimas difamaciones impulsadas en tu contra por aquellos dos pseudo apóstoles, evocadas por tus mismos rivales. En fin, has dado a conocer aquellas intolerables y hasta hoy continuas persecuciones, la gran crueldad de aquel tirano y de esos aborrecibles monjes egoístas a quienes llamas hijos, con lo cual concluías ésta, tu miserable historia.

Dudo que alguien pueda mantener secos los ojos al leer o escuchar todas estas cosas. Por mi parte, tanto más se han renovado mis dolores, cuanto con tanto detalle has redactado esa carta; y aún más sabiendo que los peligros todavía no dejan de crecer. Así es como todas nosotras nos encontramos preocupadas por tu vida, colmadas de desesperación. Día a día nuestros corazones tiemblan de estremecimiento y nuestros pechos, palpitando, esperan la noticia de tu violento asesinato.

En cuanto a estas humildes siervas tuyas, dígnate, al menos, a escribirnos con frecuencia cartas como aquella, para detallarnos en qué naufragios aún te agitas. Al menos haznos partícipes de tus penas y alegrías a nosotras, quienes hemos permanecido leales a ti. Porque cualquier cosa que nos escribas no nos ofrecerá un pobre consuelo, sino que, por el contrario, al menos nos demostrará que aún estamos presentes en tu memoria. ¡Cuán amenas son, en verdad, las cartas de los amigos ausentes!

A un amigo le has escrito una larga carta de consuelo, sin duda en vista de sus adversidades, pero también de las tuyas. Es evidente que recuerdas todo con precisión. Pero al intentar consolarlo a él, añadiste en nosotras un desconsuelo enorme; y mientras deseas curar al herido, nos infringes nuevas heridas y aumentas las viejas. Cura, te lo ruego, estas que tú mismo causaste, así como te ocupaste de curar aquellas que otros han causado.

Ciertamente has complacido a tu amigo y compañero y, de este modo, has pagado tus deudas de amistad y hermandad. Pero es mayor la deuda que te ata a nosotras, que no somos tanto amigas sino amiguísimas; no compañeras, tanto como hijas: este es el nombre apropiado, o escoge uno tú que sea más dulce y santo.

Respecto de la deuda que te obliga con nosotras, no cabe duda ni se necesitan argumentos o evidencias que lo confirmen: aunque todos callaran, los hechos mismos gritarían. En verdad, después de Dios, solo tú eres el fundador de este lugar, solo tú el constructor del oratorio, tú el único creador de la congregación.

Tuya, y verdaderamente tuya es esta nueva plantación, propia de un santo propósito, a cuyos jóvenes retoños todavía es necesario regar con frecuencia para que crezcan. Por su sexo, es decir por su misma naturaleza femenina, estas plantas son bastante débiles e inconstantes, aunque no es novedad. Por ello exigen ser cultivadas con asiduidad y esmero, conforme a lo que dice el apóstol: “Yo planté, Apolo regó, pero Dios fue quien lo hizo crecer”.

Cultivas la vid de otras viñas que tú no has plantado y que se han convertido en amargura para ti; tus exhortaciones son vacías y tus sagrados sermones, vanos. Aquellas cosas que debes atender te impiden prestar cuidado a las otras. Enseñas y amonestas a los rebeldes sin ningún progreso. Esparces en vano, ante los puercos, las perlas de tu divina elocuencia. Tú, que te prodigas a los obstinados, considera lo que nos debes a nosotras que te somos sumisas. Tú haces regalos generosos a tus enemigos, medita lo que le debes a tus hijas.

Y dejando a un lado las demás, piensa cuánto estás obligado para conmigo pues, si pagas lo que le debes a la comunidad de mujeres consagradas, tanto más a mí, que estoy entregada únicamente a ti. Tanto más evidente es tu superioridad, cuanto más conoces nuestra pequeñez. De allí que con no poca admiración noto que hace tiempo y con rapidez te has olvidado de los frágiles inicios de nuestra conversión; ni el temor de Dios, ni nuestro amor, ni el de los Santos Padres te impulsaron a consolar con palabras en tu presencia, o con una carta en tu ausencia a quien se está consumiendo, flotando a merced de las olas del destino. Más te encuentras obligado conmigo, lo sabes, pues permanece firme la alianza del sacramento nupcial que nos une, por la cual te abrazo con un amor desmedido a ti, que me estás obligado por siempre, lo que a todos es manifiesto.

Sabes, amor mío, y todos saben cuánto he perdido en ti, y cómo la miserable fortuna, por medio de la mayor y bien conocida traición, me quitó a mí misma, habiéndote quitado de mí, pues el dolor ha de ser incomparablemente mayor por esta clase de pérdida que por cualquier otro tipo de daño. En verdad, cuanto mayor es la razón del dolor, tanto mayores deben ser los remedios que han de aplicarse para su consuelo, y no por cualquier otro, sino por ti: porque si solo tú eres la causa del dolor, solo tú tienes el don del consuelo. Sin duda tú eres el que me entristece y el que tiene el poder de alegrarme o confortarme. Y solo tú eres quien por todo esto me debe muchísimo, pues todo lo que hayas de ordenar, lo habré de cumplir al punto que, no pudiéndote ofender en nada, sería capaz de perderme a mí misma por tu voluntad. Y es más -cosa admirable de decir-, este amor se ha tornado en locura, pues lo único que quería le fue arrancado sin esperanza de recuperarlo. Y aun así permanecí fiel a tu decisión, cambiando junto con el hábito mi propio deseo, para demostrarte que eres el único dueño tanto de mi cuerpo como de mi voluntad.

Jamás, Dios sabe, busqué nada en ti a no ser a ti mismo; te deseaba enteramente a ti, no a tus cosas. No esperaba ni la alianza matrimonial ni ninguna clase de dote. En una palabra, jamás, como sabes, procuré satisfacer mis deseos sino más bien tu voluntad. Y aunque el título de esposa es visto como santo y distinguido, el nombre de amiga siempre me pareció más dulce o, si no te indignas, concubina o puta. Pues creí que humillándome por ti en el más alto grado conseguiría el más alto reconocimiento de tu parte, y de este modo tampoco podría dañar ni disminuir la gloria de tu grandeza.

En lo que respecta a ti mismo, en lo más hondo no te has olvidado de esto, sino que lo recuerdas bien en aquella carta dirigida a un amigo para su consuelo, donde no creíste indigno exponer más de una razón con las que traté de revocar nuestra desgraciada unión matrimonial. Sin embargo has dejado en silencio la mayor parte de las cosas que me hicieron preferir el amor al matrimonio, la libertad al lazo.

A Dios invoco como testigo: si Augusto, emperador del mundo entero, me hubiera juzgado digna del honor del matrimonio, y me hubiera asegurado la regencia perpetua sobre la totalidad de la tierra, para mí sería más dulce y digno el título de meretriz tuya que el de su emperatriz. Pues no considero más digno al que es más rico o poderoso, ya que esto depende del azar y aquello de la virtud. Y de ningún modo deja de estimarse mercancía a aquella que elige casarse con el más rico que con el pobre, y que desea más los bienes de su marido que a él mismo. Seguro es que, a quien contraiga nupcias con este propósito, se le debe más bien salario que simpatía. Es sabido que persigue a las cosas mismas y no al hombre y, si pudiera, se prostituiría por uno aun más rico. Como resuelve la sabia Aspasia en su conversación con Jenofonte y su esposa en un diálogo del socrático Esquines, cuando la filósofa, habiéndose propuesto reconciliar las dos partes, concluye su razonamiento de la siguiente manera: “Porque tan pronto como hayan reconocido esto, que en la tierra no existe ningún hombre mejor ni ninguna mujer más agradable, ciertamente siempre buscarán lo que consideran superior. Tú, ser el marido de la mejor de las mujeres y ésta, ser la esposa del mejor de los hombres”.

Realmente es bendito este pensamiento y más poderoso que la filosofía, es expresión de la sabiduría misma. Bendito este error y dichoso este engaño entre los cónyuges, cuando un completo deleite cuida de los lazos matrimoniales, no tanto en la continencia del cuerpo, sino por la castidad del alma. Sin embargo, lo que era error en las otras, a mí me fue manifestado con la verdad. Puesto que aquello que sin duda ellas creían de sus maridos, yo, y el mundo entero, más que creerlo, sabía de ti. Por eso, mi amor por ti es tanto más verdadero cuanto más lejos se mantuvo del error.

¿Qué rey o qué filósofo podía igualarte en fama? ¿Qué reino, ciudad o aldea no ansiaba verte? ¿Quién, dime, cuando aparecías ante el público, no se apresuraba a contemplarte y, sobre todo, cuando te apartabas, no te seguía con la mirada levantando la cabeza? ¿Qué esposa, qué doncella no te deseaba estando ausente y no ardía en tu presencia? ¿Qué reina o mujer poderosa no envidió mis goces y aun hasta mi cama?

Dos peculiaridades, lo confieso, había dentro de ti que podían agradar y seducir al instante el corazón de las mujeres, a saber: la gracia del poeta y la del cantor, que a los demás filósofos sabemos que jamás han acompañado. Ciertamente, por este don dejaste de lado los trabajos de tu ejercicio filosófico para crear muchos poemas y canciones de amor, repetidas por doquier a causa de su desmedido encanto e ingeniosa métrica. Mantenían incesantemente tu nombre en boca de todos, pues la dulzura de tu melodía no se deja olvidar ni aún por los faltos de letras. Es sobre todo por esto que las mujeres suspiraban de amor por ti. Y puesto que la mayor parte de los poemas cantaban nuestros amores, en muy poco tiempo fui conocida en muchísimas regiones, encendiendo sobre mí la envidia de numerosas mujeres.

En efecto, ¿qué bien del alma o del cuerpo no honraba tu juventud? Quienes me habían envidiado por aquel entonces, ¿no se conduelen ahora al verme privada de tantas delicias? ¿O quién, que antes fuera mi enemigo, no ablandará hoy su corazón conmigo, con debida compasión?

Sólo dime una cosa, si es que puedes: ¿por qué, después de nuestra conversión, a la que solo tú nos condujiste, me has dejado caer en el olvido y me has abandonado? Pues, en tu presencia, ni me has hablado para recrearme ni en tu ausencia has escrito una carta para consolarme. Dime, si es que puedes hablar, yo te diré lo que creo, o mejor aún, lo que todos sospechan: la pasión te unió a mí más que la amistad; el ardor de la lujuria más que el amor. Por eso, cuando cesó aquel deseo, desapareció al mismo tiempo aquello que fingías. Esto, mi amor, no es tanto una opinión mía, sino la de todos; no tanto particular como general; no tanto privada, sino más bien pública. ¡Ojalá fuera creído solo por mí! ¡Y espero que en nombre de tu amor encuentres algún pretexto que haga calmar un poco mi dolor! ¡Ojalá pudiera inventar excusas que me oculten de alguna manera tu desprecio!

Piensa, te ruego, lo que te pido, pues es cosa pequeña de intentar y muy fácil para ti. Mientras que con engaños me prives de tu presencia, al menos ofréceme la dulzura de tu imagen mediante la riqueza de tus cartas. En vano espero generosidad en tus acciones, si con las palabras te mantienes tan avaro. Realmente, hasta ahora, he creído haber merecido mucho más de ti, puesto que te he complacido en todo. Aún hoy permanezco completamente entregada a ti. Pues, en todo caso, no fue la devoción a la religión la que arrastró a aquella jovencita hacia los rigores de la vida monástica, sino que fue tu gran mandato. Y si nada puedo esperar de ti, juzga cuán vana es esta profesión, por la cual no puedo esperar ninguna recompensa de Dios: me consta no haber perseguido nada en pos de su amor.

Cuando corrías deprisa hacia Dios, te seguí. Aun más, te precedí. Como si hubieras recordado a la mujer de Loth vuelta hacia atrás, primera en las sagradas vestiduras y la profesión monástica, me entregaste a Dios antes que tú lo hicieras. He de confesarte que tu poca confianza no sólo me dolió, sino que también me avergonzó extraordinariamente. Porque por el contrario, yo, Dios lo sabe, jamás hubiera dudado en seguirte hasta los abismos infernales, conforme a tus órdenes. Porque mi corazón no estaba conmigo sino contigo. Y hoy más que nunca, no está contigo, no está en ninguna parte. En verdad, sin ti, de ningún modo puede existir. Te ruego, haz que contigo esté bien. Y lo estará si te encuentro afectuoso, si devuelves favor por favor, poco por mucho, palabras por obras. ¡Ojalá, querido, confiaras menos en mi amor, así éste sería más solícito! Porque hasta ahora, con cuanta más seguridad te pago, más alimento tu descuido.

Recuerda, te lo ruego, cuánto he hecho por ti y piensa cuánto me debes. Mientras contigo disfruté los placeres de la carne, muchos tenían por incierto si aquello estaba gobernado por el amor o por la lujuria. ¿Acaso el final descubre aquello que esbozó el principio? En una palabra: para obedecer tu voluntad me he prohibido todos los placeres. Nada he reservado para mí, salvo hacerme especialmente tuya de esta manera. Juzga con sinceridad cuán grande ha sido tu injusticia, pues a la que se merece mucho más, pagas mucho menos, o peor aún, nada, principalmente cuando es insignificante y muy fácil para ti lo que se te pide.

Por tanto, en nombre de Aquel a quien te has entregado, Dios, te ruego que me devuelvas tu presencia de la manera en que puedas. Volviendo a escribir alguna carta de consuelo pero esta vez para mí, para que así, al menos, me sea permitido fortalecerme con la obediencia a Dios, regalo divino. Cuando en otro tiempo me pedías los deleites carnales, me visitabas con numerosas cartas y, con frecuencia ponías a tu Eloísa en boca de todos con tus canciones. Todas las calles, todas las casas repetían mi nombre. Pero ahora me exiges que me someta a Dios, como antes a la pasión. Considera, te ruego, lo que me debes. Piensa en lo que te pido. Y con un breve final, concluyo tan larga carta: adiós, mi único.

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