Maco Luna
Escritor

Refulgente sol, son las doce treinta de un día cualquiera, de pronto se oscurece el cielo con alas de paloma que rompen suavemente el viento para aterrizar sobre los cuadros de cemento frente al templo. Son las palomas católicas que llegan en bandada a poblar el frontispicio de la arquitectura neoclásica y a dejar la huella de su digestión en las campanas. Si vemos los plumajes sabremos que son grises, cafés, jaspeadas, una blanca (que le llaman paz) y todas de patas rojas con el cuello tornasol. Picotean el suelo con la cabeza gacha como agradeciendo por el alimento, que consiguen sin afanarse como dice la palabra de Dios en la Biblia.

La mujer que les tira el alpiste llega todos los días a la misma hora con la misma bolsa plástica negra y la bolsita verde transparente donde lleva el qué comer y por supuesto, la misma cara morena de siempre, si uno se le queda viendo con detenimiento tiene idénticos los rasgos que aquella paloma café que sobresale de las demás, la boca de la mujer es más bien un pico, sus ojos de paloma, su andar de paloma y toda ella a semejanza de las aves.

A esa misma hora los niños del colegio reciben su último período, aburridos de soportar toda la mañana las necedades de los maestros –que si no trajo la tarea se va ir feo, que después están llorando–, –que tiene diez puntos menos–. Y así han pasado toda la mañana recibiendo el “pan del saber”. Esperan con ansias el timbre paras salir corriendo a sus casas a recibir otro poco de las mismas advertencias sólo que ahora vienen en la boca de los papás.

Pero regresemos al atrio donde los palomos están en la eterna danza del “me quiero aparear contigo” inflaman el pecho, dan pequeños saltos, erizan las plumas y bailan alrededor de la paloma elegida, con arrullos la quieren convencer de que se entregue al placer de perpetuar la especie.

La mujer del alpiste los mira y suspira, ella está purgando un sino: doscientos y tantos años antes, en la época del traslado de la ciudad, ella era la reina de las palomas y un mal día amaneció con el pico quebrado y todas las demás murmuraron por detrás de su plumaje, le llamaron la chata. Que la chata por aquí, que la chata por allá, la reina lloraba su desdicha por los rincones del campanario (este aún no lo terminaba Pedro de Aguirre, el arquitecto).

A su majestad ya no le apetecía volar y al verse reflejada en el agua de la fuente renegaba de su condición de ave. Esta desazón llegó a oídos del rey y en consejo de picos decidieron castigarla convirtiéndola en humana y además con la obligación de proveer alimento diario a la bandada, esto sería así, hasta que aceptara su realidad. Lo cual, por el momento, aún no ocurría y por eso llegaba todos los días a la misma hora cargando el encargo de alimentar a la bandada.

Con pantalón de lona, blusa negra escotada cruzada apenas por dos cintas en la espalda, zapatos de tacón y lento caminar, buscaba la banca vacía y con parsimonia se sentaba, desataba la bolsa plástica y sacaba la otra bolsa más pequeña donde venía el alpiste. Con mano suave cogía un puñado y lo lanzaba al aire. Entonces de las alturas se descolgaban las palomas. Unas venían de las hornacinas vacías, otras de las copas de los árboles, todas bajaban al tablero de ajedrez que era el atrio y ahí comenzaba el picoteo a ver quién se quedaba con más, como en las piñatas cuando caen los dulces y todos se amontonan para agarrar.

Había un palomo que sobresalía de los demás por su plumaje de arco iris, él no tenía necesidad de bailar para llamar la atención de las palomas ellas solas llegaban a entregarse sin que él tuviera necesidad de arrullar se le sometían y por supuesto arco iris aprovechaba esta ventaja y montaba por doquier y a toda hora. Su carisma hizo que la mujer quedara prendada de su hermosura y entonces ella ya no tuvo sosiego, su pensamiento agarró de la mano al sentimiento y con alfileres se lo clavó en el corazón, llegaba no sólo con el alimento sino con el amor babeando por el palomo arco iris, ella lo quería atrapar pero él estaba muy ocupado en perpetuar la especie sobre las palomas que se le echaban delante para que él las poseyera, esto por supuesto, llevaba desencantos al corazón de la mujer y a toda hora despechada, lloraba en las cuatro esquinas del parque y suplicaba regresar a su original estado de paloma.

Pasaron muchos días antes de que su ruego llegara a oídos atentos. Mientras tanto el amor crecía y aleteaba como un pájaro azul dentro de su pecho, por las noches la obsesión: vuelta y vuelta en la cama llegaba la madrugada y el deseo se sentaba en la orilla de la cama para no dejarla dormir, perdió peso y el cincho le dio dos vueltas de desamor y ella con la idea fija en el cerebro y el sufrimiento en el corazón. Hasta que el consejo de picos se juntó otra vez y las opiniones llegaron al puerto del retorno y acordaron regresarla a su origen de ave reina del palomar. Por gusto llegué al atrio para observarla porque ella ya no apareció.

Pasaron los días sentados en la silla de la monotonía hasta que un jueves vi que el arco iris montaba una paloma que tenía el pico quebrado, la chata entornaba los ojos con la satisfacción de conseguir lo que tanto había deseado. Su plumaje se hizo policromo y su canto arrullo de los nuevos polluelos de colores del campanario, estos con traviesa algarabía abrieron los picos al vuelo de campana mientras su madre la del pico quebrado, miraba como el arco iris seguía en el atrio perpetuando la especie con otras palomas. Ella aceptó ese ciclo de su destino y pensó que ser chata la obligaba a permanecer en las alturas y que lo más importante ahora era alimentar a sus hijos que crecían y pedían más a cada momento. Aceptó su destino y les dio de comer a los colores que aleteaban en el campanario.

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