Por Stephany Paipilla Fernández

Inicia un nuevo año de expectativas y transformaciones en Colombia. Las copas de las fiestas y los tentempiés de los carnavales de enero son acompañadas por un guayabo[1] mañanero de paz y reforma tributaria. Con un 2017 donde los impuestos superan al salario mínimo de los colombianos de a pie, podemos ver que los acuerdos de paz fueron una cortina de humo para financiar los intereses capitalistas de los empresarios y las familias que han gobernado este país. Mientras los integrantes de las FARC compiten entre ellos en el Caquetá[2] -o bailan las canciones de diciembre con el comité verificador de paz de la ONU-, sube el IVA a 19% en los alimentos, el internet móvil y hasta en la marihuana (medicina legal y mercantilizable por el decreto 209 de la reforma a la ley 1819 de 2016). A los Santos, a los Pastrana, a los Sarmiento, a los Lulle, y a los Santodomingo, poco les importa que el primero de enero la arveja y la acelga hayan subido el doble de su precio; sus ganancias alcanzan para traer las mismísimas especias de la India en tiempos de conflicto o austeridad, en tanto nosotros ni tamal con arveja podemos comer para pasar la resaca del 6 de enero.

Hablando un poco de economía, política y sociedad con algunas personas de los departamentos del Guaviare, Cundinamarca y Caldas, entendí que en este año de paz nos une el individualismo y la farándula[3] criolla, mientras nos separan las cordilleras, los ríos, los bosques y la indiferencia ante la realidad del otro. “Nos toca pagarle a los guerrilleros” y “¡no es justo!” murmuran algunas familias de los tres departamentos, molestas porque a todos nos toca financiar una justicia más cara que la bala. “¡Tenemos que hacer algo!”, se oye más bajito entre la refunfuñadera y las ganas de otro trago; con más de cien años siendo testigos de nuestra propia soledad, el espíritu se vuelve tripas si no tiene en donde vivir, algo para comer o una vida que criticar.

En cada uno de estos lugares, ubicados en diferentes latitudes de la geografía colombiana, se tiene una visión de la paz matizada por las historias de despojo y por la ideología que promueve el desarrollo sostenible: el Guaviare, ceja del Amazonas, fue un lugar de colonización campesina y una de las principales regiones productoras de cocaína (hasta 2004 cuando inician las fumigaciones del gobierno de Álvaro Uribe a los cultivos de coca); actualmente está cercado por proyectos de explotación minera y ganadería extensiva. Por su parte Cundinamarca se encuentra entre la modernidad de la capital -megalópolis circundada por desplazamientos rurales- y el acaparamiento de tierras en el campo producto de una la violencia bipartidista de mediados del siglo XIX y la entrada de las guerrillas de mediados del XX. Finalmente, Caldas es reconocido por la tenencia de pequeñas parcelas que son albergues de paisas[4] conservadores, cultivadores de café y de riquezas minerales perseguidas por compañías magnates como la Gran Colombia Gold.

La guerra y la paz en estos lugares está ligada al territorio y a la historia de proyectos productivos excluyentes de unas cuantas familias. Aunque el Centro Democrático, los medios de comunicación nacional privada, Ardila Lulle y los Sarmiento han hecho efecto en la opinión general, en el Guaviare crece la esperanza, en Cundinamarca la desazón y en Caldas la autodeterminación. La esperanza comienza con la memoria y el perdón de los jóvenes que le huyeron a ser raspachines de coca o militantes de la guerrilla, para subirse al monte a estudiar y preocuparse por lo que viene. La desazón se refleja en los ojos y palabras de cundinamarqueses cercados por las decisiones de la guerrilla y los paramilitares por el control de las tierras, para ellos su voto por el No a la paz fue en vano, igual siguen las injusticias para las personas que han vivido la bala en los campos. Y la autodeterminación está en la voz y la huerta de un anciano caldense, quien se opone firmemente a la minería y a la competencia que genera el desarrollo sostenible en tiempos de acuerdos.

Empieza un año de paz para Colombia, auspiciada por intereses económicos y cojos procesos de participación popular. Junto con el alza de los alimentos -y hasta del papel higiénico-, se da un lento avance en las Zonas Veredales Temporales de Normalización (ZVTN) para la dejación de armas y el inicio de la vida civil en departamentos como Cauca, Meta y Guaviare. Las FARC sientan las bases de “Voces de paz y reconciliación” (un nuevo grupo político limitado por los ejes conservadores de la politiquería colombiana) y es imposible un exitoso avance en la restitución de tierras con el incremento de las bandas criminales que defienden monocultivos de caña y palma aceitera. En definitiva, la verdadera paz va más allá de exclusivos intereses; el “paz paz paz” de las balas termina con la fraternidad y el interés por acercarnos a las historias de vida, los sentimientos y proyecciones de las personas que habitan otros paisajes de nuestro país. En el individualismo moderno que nos centra en viajar, tomar fotos y extasiarnos de las posibilidades de comunicación y movilización que ofrece la tecnología, la inversión extranjera y el ecoturismo extractivista, olvidamos que el otro es parte de lo que somos, que unidos tenemos voz y que entre todos podemos cambiar lo malo conocido por lo bueno por conocer.

Stephany Paipilla Fernández (Bogotá, 1992): Antropóloga y chef colombiana interesada en la autonomía de las comunidades campesinas. Ha trabajado con comunidades urbanas y rurales por la defensa del territorio, la soberanía alimentaria y la construcción de economías no monetarizadas.

[1] Resaca.

[2] Uno de los 32 departamentos de Colombia.

[3] Se refiere a los programas de televisión lobotomizantes sobre farándula y chismes varios.

[4] Vocablo para nombrar a los originarios de la región Paisa.

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