Por Pablo Sigüenza Ramírez

Caminó tímido y vacilante. El callejón era lúgubre pese a la luz de pleno sol que inundaba las calles contiguas. No había motivo racional para que aquella calle fuera tan atemorizante, pero escalofríos profundos le recorrían la piel e inundaban las entrañas a cada paso. No había retorno: tras sus pasos se habían cerrado los telones de la historia. Debía recorrer esos cien metros para llegar a la luz del sol mañanero que pintaba la eterna primavera de las calles siguientes. Tras una docena de pasos divisó más allá de la esquina lejana, una calle rebosante de luz, con medio centenar de niños bien vestidos, bien comidos y cuidados por una pareja de maestras jóvenes que reían con ellos, cantaban y jugaban a las rondas. Era tan seductora aquella imagen de vida buena allá a lo lejos como real era la sombría banqueta instalada frente a sus zapatos. Bajó de la acera y se colocó en el medio de la calle, evitando lo más posible la cercanía con las frías y húmedas paredes blanquecinas de las casas de su lado derecho y las paredes color ocre oscuro a su lado izquierdo.

A medida que se acercaba a la mitad de su recorrido, reconoció que a veinte pasos de él, un cúmulo de basura se erigía al lado de un poste de alumbrado público. Un metro después otro montoncito de basura; dos metros más allá se levantaba una tercera amontonazón de restos de cartón y plástico. En seguida tuvo un panorama completo de la calle que pisaba: cincuenta montañas de basura de tamaños diferentes: treinta centímetros de altura la mayoría, pero algunos con hasta un metro de acumulación de desperdicio. Con asco pensó atravesar lo más rápido posible aquel panorama de inmundicia del cual emanaban vapores nauseabundos y líquidos de un verde espeso mezclado con fluidos blancos y amarillos. No había vuelta atrás, la primavera esperaba allá adelante. Justo cuando pasó al lado del poste del alumbrado, sintió un rasguño débil en su tobillo; su pantalón de tela gris le protegió de lo que le pareció la punta de un alambre de púas que salía del primer montón de basura. Como su propósito era salir de aquella penumbra lo antes posible, pasó por alto el incidente y decidido a dar el siguiente paso, divisó que de cada montaña de basura empezaban a surgir siluetas deformes, pequeñas, delgadas, oscuras, humanas.

El supuesto alambre se le insertó en la piel de la pantorrilla con fuerza, el gemido de dolor fue inevitable y al voltear los ojos en dirección del suelo se encontró con el rostro demacrado y azul de una cosa que parecía tener el tamaño de un bebe, un infante sin ojos. A la luz del faro cercano observó con horror que las órbitas oculares de aquella figura supuraban pus y la piel del torso pequeño e inflado sangraba por cada poro pequeñas gotas: gotas de sangre naranja, de sangre amarilla, de sangre incolora, de sangre sin líquido, de sangre de sueños. El olor dulzón confirmaba la imagen.

Sacudió con fuerza la pierna, tratando de alejar el espanto que sentía en todo el cuerpo. La pequeña monstruosidad cedió ante el movimiento violento. Las uñas clavadas en la piel no resistieron pero se llevaron consigo pedazos de piel. El gemido moderado pasó a ser grito desesperado, mezcla de dolor y terror. Otra figura del tamaño de un niño de cinco años se le lanzaba ahora al muslo, con los dientes amarillentos y dispares dispuestos a tomar de él lo que pudiese: carne, nervios, huesos. Con un movimiento audaz logró esquivar este ataque; enseguida sintió en el cuello un frío de pequeños dedos que se prendían de su ser mientras unos dientes de leche sin calcio intentaban clavarse en su espalda. La debilidad de la mordida evitó la herida. Se sacudió el cuerpecito deforme e inició una carrera frenética a la esquina que divisaba aún muy lejana. La luz era cada vez más ausente, el temor era ya de otro mundo, de un mundo presente pero negado, un miedo verdaderamente animal.

Un golpe certero en el estómago lo dejó sin aire y tumbado. Entonces los cincuenta cuerpos salidos de la basura se lanzaron a morderle cada pedazo de piel. Una jauría de hienas devorando un venado de cola blanca es una figura endeble para describir la escena. Las uñas y los dientes más fuertes, de las figuras de niños de más edad, abrían paso para que los más pequeños, incluso aquellos que parecían cuerpos de neonatos, se llenarán la boca de fluidos mezclados con carne: los más pequeños buscaban el pecho en búsqueda infructuosa de líquido materno, la bilis alimentaba a varios, la sangre brotaba con cada mordida, los huesos sonaban como ramas secas que se queman en una fogata de hambre y de muerte, las tripas eran pequeños bocados para tanta ansiedad, para tanta historia. Algunos niños de la otra cuadra voltearon a ver hacia la calle sombría, los gritos de horror los hicieron percatarse del evento cercano, pero las maestras les tomaron la cabeza y, lindas ellas, siguieron con los cantos y el baile.

A mitad del callejón se ve un perro flaco que olfatea los montones de basura, husmea el escenario de la comida reciente. Sabe que hubo carne, pero no encuentra rastro material: no quedó una gota de sangre, un gramo de músculo, una astilla de hueso. No quedo ni si quiera el alma. De fondo un tocadiscos sonaba «aquí no lloró nadie».

Ilustración de Daniel Morales Zuleta

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