Por Julia Silvestre
Barrancópolis

Hace unos días me pidieron redactar una nota sobre Pokémon Go para (según mi editor) darle el «enfoque sociológico al asunto». La verdad es que desde que lanzaron el juego me despertó mucha curiosidad eso de la «realidad aumentada».

Admito que soy una maníaca de las series, películas y juegos. Fácilmente se me puede ir la semana en aplastarme en el sillón, poner Netflix y destilar el día viendo series de televisión (amo ese intervalo tan seductor de ocho segundos entre uno y otro capítulo). Que me pidieran este texto fue excusa suficiente para descargar la aplicación, aunque aclaro, de sociológico no creo que haya mucho.

_Cul3_1BImpresiones generales

Pokémon Go corre sin ningún problema, consume una cantidad considerable de datos y batería mientras lo uso. Cuando cazo un pokémon tengo que deshabilitar la realidad aumentada porque mi cámara no tiene suficiente capacidad. Decepción, ¡es tan chafa no poder ver pokémones en el closet o en la Sexta Avenida! Acá entre nos, más de alguna vez me pasó por la mente endeudarme para comprar otro teléfono y tener la pinche realidad aumentada. Si no fuera por lo estúpida que resultaba la idea no salí corriendo hacia alguna sucursal de Claro con tarjeta de crédito en mano.

Ese mismo día probé Pokémon Go en la Avenida Las Américas y descubrí las «pokeparadas» en los grandilocuentes monumentos, entre caminos de tierra y cruzando las calles, sorteando carros a alta velocidad que no tienen en mente hacer la caridad de bajarle a la prisa para que pase el humilde peatón (porque no hay pokepasarelas allí). Solo fui a recordar la ciudad arzuniana que no es mía ni tuya, sino del dueño de la finca.

Haciendo de lado la tirria que a veces me produce esta caótica ciudad -hogar insufrible- me fui a Cobán y por curiosidad probé cómo era cazar pokémones a orillas del río Cahabón. A mi paso por San Pedro Carchá, Guastatoya y Sanarate encontré pokeparadas, Rattatas y Pidgey’s por montones.

No dejaba de sorprenderme la precisión de sus mapas y según me dijeron, esa exactitud se debe a que los creadores cuentan con el respaldo de Google Maps y que por eso encontraba pokeparadas, gimnasios y pokémones en cualquier lado. Si así de fácil cualquier mortal puede rastrear un pokémon, imaginen la vulnerabilidad de cualquiera de nuestros dispositivos, correos, fotos, chats, la intimidad de nuestras vidas. Escalofriante. La privacidad se convierte en una reconfortante ficción.

Indignémonos porque vino Pokémon GO (en realidad el nombre original es «Pokémon», pero en Guatemala a todo mundo le importa un comino la gramática castellana y sus leyes inamovibles)

Un día mientras cazaba pokémones en la Sexta con un amigo, hablábamos del impacto social del juego, de su increíble capacidad de convocatoria para que los jóvenes salgan a las calles, habiten los espacios públicos y que se generen estas extrañas dinámicas de socialización «a la vista de los demás y en contacto con ellos, pero a la vez ensimismado, particular y solitario», como bien diría Andrés Zepeda. Caímos en la cuenta que la realidad aumentada vino a poner verdaderos retos para la acción política y movilización social.

Si el cambio viene de la unión de fuerzas, ¿cómo se puede hacer cuando hay una maquinaria, altamente efectiva, encargada todo el tiempo de alinear mentes para el consumo?

Es por ello que entiendo y hasta cierto punto comparto esa postura crítica que se rasga las vestiduras sobre las tecnologías alienantes y el aniquilamiento intelectual y cultural de esta civilización que se consume a sí misma y se lleva al carajo todo a su alrededor por la maquiavélica razón de querer más, siempre más: la conquista como símbolo del desarrollo.

Sin embargo, no dejo de pensar en las toneladas de jóvenes que consumen desesperadamente toda esa producción tecnológica. Todos esos chavitos que les viene valiendo cuanta montaña se destruya por el litio de sus Huawei P9, solo porque necesitan una buena cámara para que los pokémones puedan verse en la realidad aumentada.

Si algo hay que aplaudirle al capitalismo es su increíble capacidad de cooptación de mentes, cuerpos e individualidades para el consumo.

¿Y qué tal si podemos hacer que la corriente vaya hacia nuestro lado en vez de nadar contra ella?

Allí es donde entra lo retador para cualquiera que se precie de ser consciente o activista. ¿Cuándo podremos ver que tanta tecnología puede estar a nuestro favor? Y esta pregunta va más allá de publicar en nuestros muros lo que no está bien; estas preguntas demandan creatividad para que el mensaje llegue lejos y mueva las mentes, incomodidad para reconocer que los romanticismos inspiran, pero que el pragmatismo es el que nos empuja hacia ellos. Se necesita exploración, dar esos saltos de fe donde la única certeza es el instinto.

Eso no significa que voy a perder el tiempo hablando de las bondades de la tecnología, porque no me la creo, al final de cuentas el acceso a información y dispositivos es lo que está aniquilando los recursos naturales y llevándonos a la extinción. Pero tampoco me voy a cerrar a explotar los alcances de una tecnología que, para bien o para mal, puede ser estratégica para acercarnos a los que llamamos, sin dejo de prepotencia, mentes atrofiadas.

Y es que despreciando a los jóvenes consumidores no nos damos cuenta que esta es la primera vez que una generación más joven tiene algo que enseñarle a las generaciones más viejas, la tecnología. Rechazamos de entrada ese potencial desde un moralismo intelectual y nos cerramos a la posibilidad de crear estrategias de resistencia con la tecnología como medio para generar fuerza política.

No tengo la receta mágica que haga que los jóvenes salgan del soponcio y puedan accionar hacia causas más justas, pero sí tengo un par de certezas y una de ellas es que anhelando los tiempos pasados no iremos más lejos, y la otra es que el legado que nos dejaron los que marcaron la historia fue su capacidad de leer el escenario y hacerse de los medios que permitieran acercarlos a ese mundo ideal por el que estaban dejando la vida.

Condenar a los jóvenes consumidores no nos acerca, nos distancia de aquellos aliados naturales que históricamente han demostrado que su pasión, ímpetu y fuerza son los motores de cada revolución. No nos podemos permitir el lujo de subestimarlo, porque ese espíritu allí está, cooptado y alienado, pero está.

Solo por eso me atrevería a soñar (y trabajar) revoluciones que no serán televisadas, porque estarán subidas en todas las plataformas digitales, hackeadas por un grupo de chavas engasadas que lleguen a cualquier ordenador, a cada teléfono, sacudiéndonos la indiferencia y haciéndonos salir de nuestras burbujas por un breve instante, lo suficiente para saber que somos más de lo que Facebook, YouTube, Twitter y cuanta red creen saber de nosotros.

Post Scriptum: gracias a Joel, Alejandro y Maya por sus aportes a la construcción de esta nota.


Julia Silvestre (Guatemala, 1989) Socióloga y feminista con raíces santarrosenses y quichelenses pero citadina al final de cuentas. Sobreviviente del salvajismo de los taxistas; con su bicicleta se cree y siente la dueña de las calles.

Si algo hay que aplaudirle al capitalismo es su increíble capacidad de cooptación de mentes, cuerpos e individualidades para el consumo.

Artículo anteriorRigoletto y la importancia del arte en Guatemala
Artículo siguienteSolo queremos ser humanos