Por Juan Pablo Muñoz y TG

A Luis -el Güicho, con cariño- siempre le gustaron los tapis. Por experiencia sabía que cuando empezaba a tomarse los tragos dejaba de tener certeza sobre cómo regresaría a su casa. Debiendo llegar a las dos de la tarde, terminaba llegando después de la una de la madrugada. Doce horas de vacilaciones y aventuras.

Originalmente, creía que se iría temprano hacia su hogar, un par de tapis y a las 05:00 p.m. lo más tarde se despediría, pensaba. Sin embargo, una hora después del límite se percataba de su error de cálculo y replanteaba su retiro: a las 8:30 p.m., en el último bus que salía para la colonia. Sin embargo, eso de andar tomado y en bus no era lo suyo. Si le tocaba tomar Transmetro, no lo dejaban subir. Si le tocaba tomar buses rojos, la molestia era muy grande: le cobraban caro, el servicio era deficiente y sobre todo, era peligroso. Como andaba algo tomado, lo mandaban a sentarse hasta atrás. Y allí atrás nunca faltaba el vivo que anduviera viendo los zapatos y relojes de los pasajeros. Y si protestaba por el maltrato del piloto o del ayudante, como iba bolo lo bajaban y de paso recibía una pequeña tunda. Por eso no le gustaba irse algo bolo en el bus.

De tal suerte, previo a despedirse empezaba a pactar jalón. Como Fulano de Tal andaba en carro, le daba por pegársele, invitarlo a un par de tragos y finalmente a pedirle un aventón. “Está bueno, Güicho, yo te llevo, pero eso sí: hasta como a las 10.00 p.m.”, le decían.

Pero, ¿qué pasaba si su cuate cumplía con su palabra y se retiraba tan temprano? “Vos, nos vamos, ya son las diez”, le dijeron más de alguna vez. Pero entre que había un partido de futbol en la TV y entre que el baile estaba bueno, Güicho no se quería ir. Cambiaba de planes. Agradecía la oferta y decía: “me iré en taxi”. Esta vez, su nuevo plan sí iba en serio: a la 1:00 a.m. llamaría a un amigo taxista y si no lo encontraba, pues saldría a tomar uno a la calle. Total, taxis hay decenas a esas horas.

Lo que el buen Luis no preveía era que para que su taxista llegara, necesitaba saldo en el teléfono y dinero para negociar. Al calor de los tapis, se gastaba casi todo lo que tenía y con lo que le quedaba, difícilmente alguien lo llevaría hasta Vistas de no sé qué, que se llamaba su colonia. Era entonces cuando acudía al último recurso: los propios pies. Dos o tres horas caminando y listo. Una vez más, el hombre había llegado sano y salvo a su casa.

Salvo que la jornada de tapis se desarrollara en la casa o en la tiendita del barrio, uno de los factores que más anécdotas generan alrededor es el regreso. En este número vamos a contar algunas historias más importantes de nuestro amigo hipotético, Luis.

Un día de diciembre de hace ya algunos años, el Güicho me llamó como a las 5:00 a.m. Estaba detenido en la sub-estación de policía. “¿Y qué pasó, pues vos?”, le pregunté con susto. Y entonces me contó… Tal y como lo presencié, aquél consiguió jalón como a media noche. Encontró a unos sus conocidos de la colonia y se fue con ellos. Según supe después, los muchachos en efecto iban para la casa. Pero al calor de los tapis, llegaron a la conclusión de que era necesario pasar por el del estribo. Pero además del trago, el del estribo fue acompañado por ciertas sustancias prohibidas por la ley, las cuales compraron y consumieron, pero cuyo efecto no llegaron a disfrutar.

La policía conoce siempre donde venden la droga -los puntos, que les dicen-. Recibe dinero para dejarlos operar y además se quedan a la vuelta del local esperando que los que compran pasen frente a ellos para detenerlos. Y eso le pasó al Güicho. La policía quería un alivianón -o mordida, pues-, pero ya algo bolos sus acompañantes no se lo quisieron dar. Al fin, que el Güicho salió de aquélla, pero porque unos amigos y yo nos tuvimos que ir a negociar con los agentes del orden allí donde los tenían.

Según sé, desde entonces, Güicho agarró miedo de andar pidiendo jalón y se volvió más precavido: cuando perdía el último bus -el cual de todas formas evitaba-, siempre guardaba lo del taxi. Hace ya algún tiempo, nos juntamos una tarde a platicar. Me indicó que no estaba bebiendo porque andaba algo asustado. Dijo que salió de un restaurante chino de allí por la 18 Calle y se subió al primer taxi que encontró, uno de esos blancos rotativos. El taxista adujo meterse por unos extravíos y finalmente entre la zonas 4 y la 9 lo desorientó. En una amplia calle, pero oscura y solitaria, el taxista paró y pistola en mano lo asaltó. “Dame todo lo que traés, hijo de tantas…”, le decía mientras caían los cachazos en la cabeza. “El reloj… la billetera… el teléfono…. los zapatos”. En fin, hasta un su cincho muy bonito de allá de Pastores le robó. Lo dejó todo golpeado, sin pisto y sin saber en dónde estaba. Como desconfiaba de la policía desde el último altercado que tuvo con ellos, mejor caminó durante toda la madrugada, hasta que se ubicó bien y finalmente llegó a su casa.

Lo anterior, me lo contó un martes, si no mal recuerdo. Se miraba asustado; tan asustando andaría que esa misma noche se despidió de mí y bajando del bus se encontró a unos sus amigos y se quedaron en la tienda de la colonia… echándose los tapis. Por unas ocasiones hizo uso de los taxis amarillos, pero pronto descubrió que le salían algo caros, que se tardaban mucho en llegar y que en fines de semana no siempre había disponibles.

De tantas malas pasadas, el Güicho un día se hartó… y compró su propio carro. Ya no tenía que irse en lo mejor de la fiesta por miedo a perder el último bus, no tenía que esperar ni llevarse sorpresas con quienes le ofrecieran el jalón ni tendría que volver a subirse a los temerosos taxis rotativos que le decían un precio, pero que ya en su colonia le sacaban más: “Ud. no me dijo que era tan lejos, mano”, le decían. Aprendió a manejar rápido y bien, según me contaron.

Al principio, fue muy cuidadoso. El Güicho tomaba poquito licor y se hacía pasar por el conductor designado. “Muchá, yo los llevo pero no me chinguen con que tome más”, les decía a todos los que lo querían emborrachar. La verdad es que la mara nunca agarró onda y él poco quería para volver a las andadas. Al poco tiempo le perdió miedo al volante y luego a conjuntarlo con el alcohol. Se animaba a tomar más y siempre iba a repartir bolos por toda la ciudad. Incluso pasaba comprando sus chelas en las tienditas que venden después de la una de la mañana y las llevaba en el carro mientras conducía.

Tras muchos sustos, que incluyeron paradas de la policía y tener que pagarles cada vez para que lo dejaban irse, choques pequeños con otros autos y a veces hasta con postes y árboles y otras percances de este tipo, un día llegó lo inevitable: después de una noche de tapis, el Güicho se accidentó y nunca más volverá a regresar a su casa. Odiseo intentó durante 10 años regresar a su casa y al fin lo logró; el Luis, durante 10 años siempre pudo regresar a su casa, hasta que ya no pudo más. Sirva este número de El Tapis, pues, como homenaje póstumo para todos los bolos que por efecto del oficio, un día ya no lograron regresar al hogar.


Juan Pablo Muñoz Elías (Guatemala, 1980) Estudiante. Platicador. Bohemio. Amigo. Humano al fin.

Artículo anteriorLos ecos de un Viento Negro
Artículo siguienteJacobo Árbenz en los ojos de un vidente de papel