Por Leonel Juracán

Éstas parecieran ser las palabras del hombre del siglo XXI, sujeto al trabajo mecánico y vertiginoso, motivado nada más por el afán de poseer más placeres o riquezas, sumido siempre en la angustia de su posible e inexorable pérdida:

_Cul2_1B«Es tal la estructura del nuestro mundo que la desesperación absoluta parece en él posible. Así como viene construyéndose dentro de los esquemas de una lógica y una técnica que todo lo reducen a ellas, […] suma de objetos y de instrumentos puestos delante de mí, enumerables, caracterizables, utilizables potencialmente, materia avara de mis deseos y manantial inagotable de mis inquietudes y de mis angustias. Es un mundo […] donde todo nos invita a la renuncia de lo que hay en nosotros de personal y creador, a abandonarnos como dentro de las ruedas de una máquina, al funcionamiento de una estricta legislación vital y social, que termina apagando en nosotros todo recurso original, todo sentido de la maravilla y del riesgo, toda responsabilidad en la iniciativa. Aquí triunfan las categorías de lo «natural» y del «no importa quién». El mundo de la facilidad y del anonimato, que se contradice trágicamente con sus mismas fuerzas, dejándonos a merced de lo que poseemos, agudizando en nosotros ése estado de ansiedad crónica del que asiste impotente e inerte a la disposición inexorable de todo lo que se tiene, en la huida del tiempo-vorágine en el fondo del cual está su muerte. 1”

Y sin embargo, Gabriel Marcel, el filósofo que hoy nos ocupa, nació todavía en el mundo sereno y familiar previo a las dos guerras mundiales. Francés de formación católica, dedicó gran parte de su vida a la enseñanza. Pero sintió mucho antes de que los acontecimientos sociales y políticos lo pusiesen de manifiesto, que vivir en el seno de una sociedad estamentaria, necesitaba de la alienación para que todo el mecanismo funcionase.

Y es que vivir bajo el utilitarismo, es estar sujeto a una tensión doble: por una parte, exige la anulación de la conciencia de sí mismo en la satisfacción de los deseos, mientras, que por otra, es de hecho la negación del individuo, enajenándolo hasta de su propio cuerpo, convertido en un simple instrumento.

Como paliativo para contrarrestar el primero de éstos extremos, la moral cristiana ha propuesto el ascetismo, para ocultar la segunda, la publicidad y el mercado presenta el hedonismo. ¿Cómo escapar entonces a ése ciclo interminable de angustia y aprensión? Quienes se hayan familiarizados con el budismo u otras doctrinas orientales, pueden fácilmente responder: evitando el desear y aceptando que todo es pasajero.

Sin embargo, en la práctica, éste remedio implica también acoplarse a cierta disciplina ascética, que, insiste Marcel, se trata de una negación más radical. Útil quizá, para quienes deciden seguir la ruta de la autocontemplación, pero que, resulta insuficiente para modificar un mundo cuyos problemas políticos, jurídicos, económicos, al fin y al cabo, organizativos, tienen por base el egoísmo del pensamiento occidental. Esto es algo que por más yoga que se practique, conduce nada más a la indiferencia hacia lo que ha sido construido desde la lógica del capital.

Al igual que Thomas Bernhard2, Marcel despreciaba de ése conjunto de valores capaces de propiciar la falsa seguridad de la burguesía, porque tal como la historia se encargó de demostrarlo, son solamente la máscara de un temor y una angustia latentes, que pueden ser utilizados por el Estado o cualquier otro poder político, para normalizar la violencia y otorgarles una justificación.
Sin embargo, Marcel no se conforma con manifestar su desprecio, sino que busca una solución. Su propuesta (aunque en ésta línea podemos también mencionar a Nietzsche, Heidegger, Lacan Habermas y Ricoeur) está en replantear la construcción occidental del yo. Tanto si hablamos de la persona que enuncia un discurso, como del sujeto corporal y político frente a un Otro.

Para dejar de creer en la invariabilidad del yo frente al discurso, basta con que pensemos, como diría Habermas, quién es el sujeto enunciante de las normas jurídicas, ¿A título de qué supuesta metafísica hemos de considerar que a través de las normas jurídicas y sociales se ha expresado la verdad? La respuesta teológica se topará con los ateos, y las de la lógica científica, con la bomba atómica. Así volvemos al plano desde el cual se generan todos los problemas: la comunicación intersubjetiva3.

Sólo cuando comprendemos que nuestros semejantes pueden ser tan variables como nosotros mismos, pese a tener objetivos y experiencias semejantes, comenzamos a entender que los discursos son simplemente eso, discursos. Mientras que la existencia real y efectiva de éste Otro se convierte en una verdad, tan profunda y misteriosa como la conciencia de mí mismo. No se trata de concluir con Hegel (a éste respecto, precursor del fascismo), que la conciencia del otro es la de mi muerte. Claro que cada uno tiene conciencia de la muerte, de su propia muerte, personal e intransferible, pero en función de ésa existencia compartida que puedo considerar verdadero su discurso, porque hay un mundo cuya apariencia compartimos, aunque no lo queramos.

Karl Popper, otro filósofo que se preocupó por la fiabilidad de los discursos, nos pone en alerta sobre ésta apariencia. El otro puede estar mintiendo, el arzobispo puede ser un coyote disfrazado de pastor. Bien, atengámonos a los hechos: El soldado, como el gladiador, se recluta entre los esclavos, y su verdad más intensa radica en la violencia y el banquero carece de cualquier certeza, por eso su principal temor está en el de otros: El pánico financiero.

El trabajo entonces del político, el publicista o el profesor universitario, está en mantener la máquina de los deseos funcionando, proveer a aquéllos que por especialización de actividades sean más frágiles ante los cambios de certezas aparentes: El cumplimiento de las leyes, el precio de las mercancías, la «utilidad» del conocimiento.

No son éstos los criterios, dirá Marcel, para entablar una verdadera comunicación, porque sólo quien se reconoce en los otros a sí mismo puede estar seguro de tomar sus propias decisiones y reconocer a sus compañeros de camino, pues quien vive por y para la apariencia, compromete su libertad. En la intersubjetividad está la vía de los grandes cambios.

1. Gabriel Marcel y la Metodología de lo Inverificable. Pietro Prini. Ed. Luis Miracle, Barcelona, 1963. Trad. Josefa Flores y Juan José Ruiz Cuevas.

2. Véase “Tala”, novela de Thomas Bernhard.

3. Marcel lo identifica con el amor bajo la cristiandad. Tómelo así quien se considere cristiano.

“Sólo cuando comprendemos que nuestros semejantes pueden ser tan variables como nosotros mismos, pese a tener objetivos y experiencias semejantes, comenzamos a entender que los discursos son simplemente eso, discursos.”

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