Por Camilo Villatoro

Hay un problema muy grande cuando te das cuenta de la cantidad de música existente en el mundo y de las pocas —repetidas— canciones que la gente de tu entorno escucha.

No hay nada original en decir que los homínidos guatemalensis somos gentes de costumbres fijas, que guardamos una predilección exagerada por los usos comunes, los comportamientos anticuados y las tradiciones escatológicas. Lo peor es que quizá la humanidad entera es más o menos así. Siempre es bueno que alguien se lo recuerde de cuando en cuando. Ansorri, madre, por esta vida loca…

Como nuestras perspectivas de transformación sociopolítica son desalentadoras y las fuerzas oscurantistas avanzan a lo largo del orbe, a nadie le sorprenderá que un seudointelectual escritor se ocupe en estas nimiedades. O sea que siempre es mejor privilegiar el buen gusto musical en vez del tema agrario, la privatización de los servicios públicos y cualquier otro tema que parezca importante pero sin visos de salvación.

Además, estas fechas se prestan para los momentos nostálgicos. La nostalgia se puede ilustrar con la imagen de unos cuarentones cantando canciones de su adolescencia y que por misteriosa quimera siguen estando de moda en los bares décadas después. O bien la de unos borrachos que lloran al escuchar la melodía aguda y accidentada de las luces de Navidad.

Pero por más que nos empecinemos en creer que los seres humanos son patéticos por naturaleza, la verdad es que es más bien un fenómeno cultural. No podemos culpar a los sentimientos humanos intrínsecos. Casi todo se aprende socialmente, y la sociedad de consumo aprende a conformarse con poco.

Goebbels, el ministro de la propaganda del Tercer Reich (la propaganda era muy importante para los nazis) sabía que una mentira repetida un millón de veces terminaba volviéndose verdad. Algo parecido pasa con la música y quienes nos la venden: saturan los medios con sus mercancías culturales hasta moldear nuestros gustos.

Las industrias culturales se preocupan por vender cualquier cosa que un medio específico prefiera. Lo ideal para estas empresas capitalistas es esquematizar los gustos de consumo masivo. El bar es también una industria cultural en escala micro –las más de las veces-. La rockstalgia es la manifestación dominante en este espacio, por lo menos en Guatemala. Se contrata a una banda equis para que entretenga a un público alcoholizado que se resiste a conocer nuevas experiencias musicales, o que combina su gusto por la basura de hoy y las canciones que le recuerdan épocas más felices. En estos espacios la manifestación artística es la que menos preocupa.

Los cóveres en español preferidos en los bares guatemaltecos:

«La Planta, ¡échense La Planta!». Este hit misógino sigue haciendo estragos en la cultura musical de los bares guatemaltecos. El fenómeno de aceptación de esta rola nos ayuda a entender cómo nuestra sociedad reproduce las ideas retrógradas en sus experiencias artísticas. Una canción misógina suele tener éxito, sobre todo con tantos machos despechados pululando en las calles.

Las bandas de bar –covereras- sobreviven gracias a la complicidad con sus espectadores, quienes se conforman escuchando un cóver mal interpretado, cantado con el compromiso de entretener a un público borracho poco exigente (o que exige siempre lo mismo). Buenos temas como La negra Tomasa terminan siendo trillados gracias a las malas interpretaciones de las bandas de bar en cada presentación. Y parió la abuela porque además suelen sustituir la frase original de la canción, «/cuando se va de casa/ triste me pongo/» por «/ cuando se va de casa/ a otra le pongo/». Están tan enamorados de Tomasa que, apenas se va, le ponen a otra, o lo que eso signifique. Así de fácil.

De música ligera. Para mi gusto una de las peores rolas de Soda Stereo, porque sin duda tiene mejores. Pero pues, lo que el público de bar necesita para ser feliz es… Adivinaron: música ligera.

La chispa adecuada y Entre dos tierras. Una vez le pregunté a un español si le gustaban Los Héroes del Silencio o Enrique Bunbury. No supo de quiénes estaba hablando. Nadie es profeta en su tierra, exceptuando a Arjona, y ya sabemos por qué.

La muralla verde. En Guatemala nadie conoce a Spinetta, pero los Enanitos Verdes son una de las bandas preferidas de los rockstálgicos. En fin.

La célula que explota. Todos tenemos un vecino que intenta sacar esta rola en su madriguera, con los amplificadores de guitarra dispuestos especialmente para que lo escuchemos. Si a eso sumamos la batería de su hermano y que se sabe la letra, presenciamos la génesis de una banda rockstálgica de bar.

Peces e iguanas. La canción más covereada de una banda guatemalteca. Ninguna banda de bar la toca más o menos bien.

Llegará inevitablemente el día en que estos temas pasen de moda. Posiblemente las próximas canciones imperdibles en los bares no serán cóveres de rock sino de algún otro género. ¿Acaso reguetoneros covereando a Daddy Yankee en vivo?

En Guatemala poder cantar tus propias rolas en un bar cuesta, sobre todo dinero. ¿En veinte años, el público seguirá siendo tan conformista –exigiendo lo acostumbrado- y las bandas y dueños de bares tan complacientes? Esperemos que no.

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