Por Jorge Ovalle Menéndez

Un árbol de Navidad excéntrico (¿O demasiado centrado?).

Son las cuatro menos cinco minutos de un jueves especial, a las doce en punto los abrazos y los buenos deseos. Dentro de ocho horas con cinco minutos exactamente. Esas son las horas que coinciden. Yo mientras tanto escribo y espero ese momento, triste y solo. Veo un camino al pie de una montaña, que al principio recorre por la parte más baja de la misma, al doblar en una curva empieza a ascender y al llegar un poco más arriba de la mitad se convierte en una bajada larga, que luego sube un poco y se pierde atrás de una ladera. Miro hacia el cielo y permanece despejado, no hay ni una nube, está brillante, resplandeciente. Recuerdo la lista de invitados a la reunión, nadie llegó, por estos días todos tienen que hacer: salir de compras, celebrar con otras personas o simplemente no hacer nada, descansar… O sencillamente no llegar, ¿para qué compartir… para qué? Mis zapatos están al pie de la cama, ando descalzo. Desde la calle llegan voces y los ruidos que provocan los carros, alguien cierra una portezuela; en el patio interior de la casa la gran pila se llena, escucho el fuerte chorro que cae, todo es silencio por eso escucho esos sonidos con claridad. Todo está tan transparente, cristalino y diáfano que puedo ver a través de las paredes como fue adornada, arreglada, la casa para la reunión. Algunas paredes están recién pintadas, no todas, gusano de pino natural extendido a lo largo de las mismas, como guirnaldas, globos rojos y verdes, de dos en dos, colocados a medio metro cada par, dispersos, salteados, también hay luces azules y de colores. El nacimiento con su montaña rocosa como siempre, como todos los años, sin un solo árbol, unas casitas rústicas de barro, simples, café claro; otras casas más grandes, de cerámica acabada, de colores, con chimenea. El buey y la mula, los reyes magos, San José, la Virgen María y el Niño Jesús, el Niño Dios… Jesús que dentro de treinta y tres años será crucificado nuevamente para redimir nuestros pecados y los ajenos, para exonerarnos de nuestras faltas por negligencia, por lo que decimos, por lo que hacemos… De nuestras omisiones, palabras y obras. Al fondo un franelógrafo simulando, aparentando un cielo que no existe, que no es real, que es falso, que más bien es la negra noche con una que otra estrella blanca, sin brillo, sin fulgor, más bien opaca. Una manta blanca cubre la mesa donde fue instalado el nacimiento, en el borde de la misma, sobre la tela, unos collares de manzanilla que yo mismo coloqué y que alguien había despreciado y echado a la basura unos minutos antes. Hay quienes no valoran, ni aprecian, ni respetan, ni lo espiritual ni lo material que cada cosa tiene en su esencia, o cada persona, y por el contrario se dedican a dilapidarlo, perderlo, convertirlo todo en humo, son simples mortales que, como autómatas deambulan en sus casas, por las calles, en sus trabajos o en sus centros de estudio. No son profundos, son superficiales, vacíos, insulsos. En todo caso si se interesan por algo es porque les beneficia y no porque beneficie a otros, y no porque favorezca a los demás. No son ni siquiera “candil de la calle oscuridad de su casa”, “son como el azadón, todo para adentro, nada para afuera”. Así encuentra uno a alguna gente en los hogares, en las organizaciones, instituciones y organismos, por eso es que este país no progresa y, por el contrario, va para atrás. Vea usted a su alrededor y me dará la razón. Cerca del nacimiento dos sillones, vacíos. A mi espalda, una escalera recostada sobre la pared, quieta, esperando. Cerca de mí y del teclado de la computadora, a mi derecha, veo un globo color naranja, solitario, desinflado, también el cargador de la batería de mi cámara fotográfica y me imagino un listado de fotos que no tomé porque no hubo asistentes a la reunión, escrito en un bloque de notas color amarillo. En las fotos veo gente sonriente y feliz, compartiendo y disfrutando, conversando y bailando. Niños rompiendo una piñata, recogiendo dulces, comiendo pastel. Veo a dos niños, uno sereno, puro, pensativo, a veces curioso y resuelto, y otro siempre sonriente y de grandes ojos, que con la mirada busca a alguien. También hay una pequeña niña que rompe la piñata, la cual tiene la figura de la Señora Claus, la esposa de Santa, que fue creada en mil ochocientos ochentinueve, como, según La Biblia, al principio de las cosas fue creada Eva para que se complementara con Adán. A estas alturas de lo que escribo, tengo hambre y me como una manzana roja de las que hay en una canastilla del mismo color, de las que mi madre compró algo verdes hace tres días en el mercado. Mi Santa Madre… Mi Santo Padre, que ahora no están en casa… ¡Oh Dios, protégelos en esta hora de sus vidas, vela por ellos, salvaguárdalos siempre de los superficiales, vacíos e insulsos, de los “candil de la calle oscuridad de su casa”, de los azadones. La pequeña quiebra la piñata de la Señora Claus que se rebela a que ella la rompa, y su abuela se la acerca, se la pone enfrente, y todos gritan ¡dale duro! ¡dale duro! La piñata roja, de papel periódico y de china, se rasga un poco. Me como otra manzana. A su turno, otra niña de carita linda y sonrisa tímida, trata de romper la piñata y botar dulces, pero no lo logra, uno de los perros de la casa la mira resignado y paciente, parece que quisiera ver los dulces caer. Un padre carga a su niño de menos de un año para que también le dé a la piñata, el niño sonríe alegremente, siempre sonríe; el niño sereno, puro y pensativo también vuelve a pasar resuelto y seguro, ahora su mamá lo ayuda cargándolo, el palo que sirve para aporrear a la Señora Claus se enreda entre los lazos y ambos exclaman ¡ay!, rápidamente ella resuelve el enredo y el pequeño sigue golpeando sin mucha fuerza la piñata. Después una niña y un niño más grandes, cada quien en su turno, van logrando la maravilla que todos esperaban, la magia, y los dulces caen, se desparraman para alegría de niños y adultos, de chicos y grandes, que fascinados se lanzan al piso a recoger lo que pueden con sus manitas y sus manotas, los adultos les dan las golosinas a sus hijos o nietos, haciendo así la colecta un poco mejor para los pequeños. Todavía una madre muy joven pasa con su pequeña bebé, de apenas un mes, para darle el toque final a la faena de quebrar la resistencia de la Señora Claus, ya no caen muchos dulces cuando la joven madre sacude la piñata tratando de vaciarla del tesoro que contiene. Yo sigo aquí, siempre solo, pero ahora feliz, como que imaginarme todo esto me cambió el humor, pensando, ahora sí, en almorzar como es debido, porque ya no quiero comerme la última manzana de las tres. No sé si duermo o estoy despierto, si pienso o sueño, sólo sé que dentro de unas horas es Navidad y yo mientras tanto escribo.
(Guatemala, 14 de Diciembre de 2015, 21:59 minutos, mi papá y mi mamá ya se fueron a dormir, mi hermano me acaba de hablar desde el extranjero y yo, al final, en lugar de almorzar, cené).

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