JUAN JOSÉ NARCISO CHÚA

Cuando las repeticiones se hicieron mayormente visibles todavía hubo incredulidad, se pensó en justificarlas más que en entenderlas; se rehuyó tratar de encontrar explicaciones, más bien se arguyeron excusas que tranquilizaban; tal vez fue así, tal vez no, lo cierto es que todos esos fenómenos empezaron a condensarse en un manto negro de sombras con destellos luminosos difusos, dispersos, postergados.

Dentro de su mente se empezaron a confundir sombras con luces, hechos con fantasías, recuerdos con actualidades, fechas de antes con hechos de ahora, nombres de difuntos con personas vivas y cercanas. Despacio y en silencio las penumbra empezaba a crecer y a hacerse profunda, densa, tortuosa, como en aquellas películas de tormentas, de rayos, de lluvia intensa, de ramas de árboles que se proyectan siniestras sobre paredes, carreteras y producen una sensación de tensión, de miedo, de terror.

Hubo un momento agradable dentro de esas penas del olvido creciente y triste; sus recuerdos se hacían intensos, precisos, íntimos, podía recordar nombres de personas queridas pero que distaban años de lejanía; podía rememorar el color de un gancho de pelo comprado en una tiendita cuando era niña; se acercaba a la vaca “Nochebuena” y la podía acariciar calmada y cariñosamente, sentir su olor, percibir su palpitar, captar su cariño de animal amaestrado y acostumbrado a la niña.

Ese momento de cierta tranquilidad terminó. Se inició otro ciclo mucho más doloroso. El olvido se agigantó en su cerebro, esas lagunas en blanco se hicieron recurrentes; esos espacios sin palabras precisas para terminar la oración llegaban y dolían, pues a pesar de la fantasía del relato, la secuencia se cortaba, la relación lógica se truncaba no sin molestia y se buscaba otro cuento, otro hecho que permitiera congruencia, pero la imposibilidad era obvia, pero al final, no lo resentía porque, dolorosamente, no se daba cuenta.

Los familiares y amigos vivos se juntaban con los muertos; ello retrotraía recuerdos de infancia con sus hermanos y para nosotros el retorno a los tíos con nuestros primos; el regreso a lugares comunes y queridos permitían un respiro de nostalgia y recuerdo, en donde nos comunicábamos en ese espacio de la memoria que para ella era su refugio y para nosotros era la remembranza. Cuántas veces hablamos del Tío Adolfo, de la Tía Nora; de la Batita; de la Tía Luz, de la Tía Marta; del Tío Roberto, incluso del Tío Rodrigo –a quien ninguno de los primos conoció, pues murió tempranamente- y ahí estábamos todos en un reencuentro entre el presente y el pasado, entre la vida y la muerte, entre el ayer y el hoy. Ahí todos coincidíamos en la negrura del olvido y el espesor del ayer lejano y refulgente; no había difuntos todos estábamos vivos; ahí convergían Chepe, Rolando, Salvador Herrera, Salva, Chente, Irma, Higinia, los tíos políticos y todos los primos, también aquellos idos y el resto que todavía disfrutamos de la vida.

También llegó a su fin este período, tal vez, el anterior nos puso en mutua convivencia; nos propuso encuentros y convergencias fantásticas, pues paseamos por el río El Chato; viajamos a Llano Largo; fuimos a Palencia, nos movimos a Los Ángeles; nos visitamos en Ciudad Nueva; nos encontramos en San Rafael; bailamos y disfrutamos en la casa de Tío Roberto en la once avenida; jugamos en el sitio en la casa familiar de la décima de la zona 2. Regresamos a estudiar a la Escuela Josefina Orellana, al Colegio Loyola, al Instituto Central, a la Escuela de Comercio “Fray Bartolomé de las Casas”.

Las sombras hoy son angustiosas, nos han desprovisto de condiciones para el reencuentro, nos han dejado sumidos en momentos espaciados de recuerdos sueltos; nos han facilitado únicamente luces temporales y de corto aliento en donde conseguimos espacios comunes; quiebres de la memoria en donde difícilmente nos ubica en mutua convergencia, en inclinaciones del olvido que nos permiten un frágil reencuentro. Hoy la negrura ha tomado mucho más terreno y el dolor de ver a mi mamá así se agiganta con su adiós, su silencio, sus esfuerzos, sus sonrisas y su llanto.

Artículo anteriorEl centenario de Julio Cortázar, el perseguidor del juego infinito
Artículo siguienteLima, sin dinero para restaurar sus viejas casonas