Jean-Jacques Rousseau continuaba escribiendo en soledad en 1757, como invitado de Mme d’Épinay en su finca en el campo. Había conocido a Sophie d’Houdetot varias veces antes, sin sentirse atraído por ella. En enero de 1757, su cochero tomó un giro equivocado y su carruaje se atascó en el barro; salió y siguió a pie por el fango, buscando finalmente refugio en la modesta morada de Rousseau. Como lo describió en el libro 9 de sus Confesiones, «esta visita parecía un poco como el comienzo de una novela». Tanto la dama como el filósofo se rieron de buena gana y ella aceptó una invitación para quedarse a comer. Poco después, en la primavera de 1757, regresó a caballo, vestida de hombre. En palabras de Rousseau: «Esta vez fue amor … fue la primera y única vez en mi vida».

Lo que sucedió después ha sido y sigue siendo muy debatido. Jean-Jacques declaró su amor a Sophie el 24 de mayo de 1757, y durante unos meses se vieron mucho. Comenzó a asociarla con los personajes de la novela que entonces estaba escribiendo, Julie, ou la Nouvelle Héloïse. Una noche, durante una tierna conversación en una arboleda, ella le dijo: «Nunca un hombre fue tan adorable, y ningún amante jamás amó como tú», solo para agregar, «pero tu amigo Saint-Lambert nos está escuchando, y mi corazón nunca podría amar dos veces». Rousseau termina la escena diciendo: «En medio de la noche dejó la arboleda y los brazos de su amiga, tan intactos, tan puros de cuerpo y de corazón, como cuando entró». Saint-Lambert, que había estado ausente en servicio militar, regresó en julio y, después de su regreso al servicio, Sophie puso fin al romance con Jean-Jacques. Desde entonces, los lectores han discutido sobre si alguna vez consumaron su amor, una pregunta sin respuesta. Los estudiosos también han tratado de analizar la influencia que podría haber tenido esta relación en la composición de la novela y la evolución de las ideas de Rousseau.

(Sábado 25 de marzo de 1758)

A la espera de vuestro correo, comienzo por responder a vuestra carta del viernes. Creo que tengo motivos para quejarme, y siento con pesar que vos hayáis escrito con la intención de que me alegrara. Expliquémonos, y si estoy equivocado, decídmelo sin rodeos.
Me decís que he sido el mayor obstáculo en los progresos de vuestra amistad. Primero tengo que deciros que no exigía que vuestra amistad hiciera progresos, sino sólo que no disminuyera. Ciertamente no he sido yo la causa de esta disminución. Al separarnos en nuestro último encuentro en Eaubonne, hubiera jurado que éramos las dos personas del mundo que sentían más estima y amistad una por la otra. Lo sé con la certeza del sentimiento mutuo con el que nos separamos. Con este mismo tono me escribisteis cuatro días más tarde. Después, vuestras cartas cambiaron de estilo insensiblemente, vuestros testimonios de amistad se convirtieron en reservados y circunspectos. Al cabo de un mes, no sé cómo ocurrió, pero vuestro amigo ya no era tan amigo como antes.

Varias veces os he preguntado por la razón de ese cambio y me obligáis a volver a pedirla. Ahora no os pregunto por qué vuestra amistad no es mayor, sino por qué se ha extinguido. No aleguéis mi ruptura con vuestra cuñada y su amigo. Sabéis lo que pasó, y deberíais saber que ya no habrá paz entre Jean-Jacques Rousseau y los malvados. Me habláis de faltas, de debilidades, en un tono de reproche. Soy débil, es cierto. Mi vida está llena de faltas, pues soy hombre; pero lo que me distingue de los hombres que conozco es que, en medio de mis faltas, sé reprochármelas. Ellas nunca me han hecho despreciar mi deber, ni huir de la virtud. En fin, que he combatido y vencido por ella en los momentos en que los demás lo olvidan. ¿Podríais encontrar alguna vez hombres tan criminales?
Me decís que vuestra amistad, tal como es, existirá siempre hacia mí, tal como soy, exceptuado el crimen y la indignidad de la que no me creéis nunca capaz. Sobre esto quiero deciros que ignoro qué precio debo dar a vuestra amistad tal como es ahora. En cuanto a mí, seré siempre lo que soy desde hace cuarenta años. No se empieza a cambiar tan tarde, y en cuanto al crimen y a la indignidad de la que no me creéis capaz, os hago saber que vuestro cumplido es duro para un hombre honesto, e insultante para un amigo. Me decís que siempre me habéis visto mejor de lo que me he mostrado. Otros, equivocados por las apariencias, me estiman menos de que lo que valgo y son excusables, pero en cuanto a vos, deberíais ya conocerme. Sólo os pido que juzguéis sobre lo que habéis visto de mí.

Colocaos por un momento en mi lugar. ¿Qué queréis que piense de vos y de vuestras cartas? Se diría que tenéis miedo de que no esté tranquilo en mi retiro, y que estáis contenta con darme de vez en cuando testimonios de poca estima, y que digáis lo que digáis vuestro corazón podrá siempre desmentirlo.

Algunas veces me habéis pedido los sentimientos de un padre. Los tengo al hablaros incluso ahora que ya no me los pedís más. No puedo cambiar de opinión sobre vuestro buen corazón, pero veo que vos ya no sabéis pensar, hablar ni actuar por vos misma.
Ved, al menos, el papel que se os hace jugar. Imaginad mi situación, porque venís a apenar, con vuestras cartas, un alma que está suficientemente apenada por sus propios problemas. ¿Es necesario para vuestra tranquilidad venir a turbar la mía?
¿No podéis pensar que tengo mayor necesidad de consuelo que de reproches? Libradme de lo que sabéis que no merezco y tened respeto por mi dolor. Os pido de tres cosas una: o cambiad de estilo, o justificad el vuestro, o dejad de escribirme. Prefiero renunciar a vuestras cartas que recibirlas injuriosas. Puedo prescindir de recibirlas, pero tengo necesidad de estimaros, y es lo que no sabría hacer si faltáis a vuestro amigo.

En cuanto a Julia, no os molestéis por ella. Vuestras copias serán realizadas tanto si me escribís como si no. Si las he interrumpido después de un silencio de tres semanas, es porque he creído que, habiéndome olvidado del todo, no deseabais nada que viniera de mí.

Adiós, no soy voluble ni estoy sometido como vos. Mantendré la amistad que os prometí hasta la tumba. Pero si seguís escribiéndome en ese tono tan equívoco y sospechoso que mostráis hacia mí, comprended que dejaré de escribiros. Nada es más lamentable que intercambiar insultos. Mi corazón y mi pluma rechazarán siempre tenerlos con vos.

INGRESE PARA DESCARGAR EL SUPLEMENTO CULTURAL

Artículo anteriorJuan Carlos Vilchez
Artículo siguienteLas palomas de catedral