Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Oscar Clemente Marroquín
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Yo recuerdo aquellos años del inicio de la segunda parte del siglo pasado cuando los ciudadanos se mostraban orgullosos de su filiación partidaria y participaban con verdadera mística, producto de una afinidad de ideas y aspiraciones, en el activismo político sin pretender ni, mucho menos exigir, alguna compensación. Viví muy de cerca la campaña de 1966 en la que fueron candidatos del Partido Revolucionario Julio César Méndez Montenegro y Clemente Marroquín Rojas y uno veía la entrega de los simpatizantes en un proselitismo que se hacía con muy pocos recursos económicos.

Luego viví la campaña de Jorge Lucas Caballeros con la Democracia Cristiana y de Manuel Colom Argueta por la alcaldía de la ciudad de Guatemala y era impresionante la forma en que la gente se involucraba sin esperar a cambio ni siquiera una cachucha o una playera porque no existía tal costumbre. Eran tiempos en los que el ciudadano se identificaba con los movimientos políticos por afinidad y los candidatos eran representativos de las aspiraciones de la gente, situación que empezó a acabarse cuando los fraudes electorales desmoralizaron a los afiliados de los partidos porque ya se sabía cuál sería el resultado, se hiciera lo que se hiciera.

Ya en ese contexto se empezó a ver que el interés sano y tan positivo de la gente se había perdido y los que hacían política estaban por lograr algo para ellos y no porque creyeran en ideas o tuvieran sueños. Empezaron a cobrar los caciques de los departamentos y los que se habían convertido en dirigentes de aldeas, caseríos o barrios de los centros urbanos porque el único atractivo de la participación estaba en ver qué le dejaba a cada uno.

En esos tiempos no eran importantes los financistas porque de las arcas del Ministerio de la Defensa salían los recursos para la campaña siempre ganadora y los opositores hacían la lucha, pero sabiendo en el fondo que todo estaba perdido miserablemente. No habían, sin embargo, surgido los partidos empresa y los tradicionales (MLN, PID, PR y DC) veían cómo esa antañona base tan entregada y trabajadora empezaba a mermar y no pocos dieron los primeros ejemplos de transfuguismo colocándose con la oferta alianza ganadora de antemano.

Pero fue al inicio de lo que se dio en llamar la apertura democrática, tras el derrocamiento de Lucas, cuando se generó esa idea de los partidos empresa. Jorge Carpio con la UCN sin ideología fue el primer ejemplo que rápidamente fue imitado. Por esos días había un viejo dirigente revolucionario conocido como Petén, quien se presentaba diciendo que como activista era un carro imparable, agregando en voz baja, “pero acordate que sin gasolina no hay carro que camine” al tiempo que se frotaba el índice con el pulgar en clarísima señal. Era el prototipo del nuevo activista.

Y cuando la política se prostituyó empezaron a ser fundamentales los financistas y Ángel González inauguró el modelo que acabó con el sueño de democracia porque creó esta sucia pistocracia que terminó por corromperlo todo a partir de la existencia del Estado Cooptado en el que hoy vivimos y contra el que estamos luchando.

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